Demasiado confuso por la fatiga para deducir alguna lógica de aquel ataque asesino, Laurence no dijo nada. Tan sólo le contó sucintamente a Riley que ambos hombres se habían caído por la borda. No se le ocurría nada mejor que hacer, y la tormenta ocupaba toda su atención. El viento empezó a amainar a la ma?ana siguiente; cuando empezó la guardia de mediodía, Riley se mostró lo bastante confiado como para enviar a los hombres a cenar, aunque fuera por turnos. El macizo dosel de nubes empezó a romperse en retazos cuando sonaron las seis campanadas, la luz del sol se coló en anchos y espectaculares rayos por detrás de los nubarrones aún oscuros, y todos los marineros se sintieron profunda e íntimamente satisfechos a pesar del cansancio.
Estaban tristes por Leddowes, que era un hombre que les caía bien a todos, pero veían su muerte como una pérdida largo tiempo esperada más que como un terrible accidente: estaba claro que desde el principio había sido la presa buscada por el fantasma, y sus compa?eros habían empezado ya a contarle al resto de la tripulación, en voz baja y con mucha exageración, sus devaneos eróticos. La pérdida de Feng Li pasó sin demasiados comentarios, ya que en opinión de los marineros era mera coincidencia: si un extranjero que no tenía experiencia en la mar se dedicaba a retozar por cubierta en pleno tifón, lo que había pasado era lógico, y en cualquier caso no habían llegado a conocerle demasiado bien.
El mar seguía muy picado, pero Temerario estaba demasiado harto para mantenerlo encadenado y Laurence dio orden de soltarlo tan pronto como la tripulación volvió de su propia cena. Los nudos se habían hinchado con el aire caliente y hubo que cortar las sogas con hachas. Una vez libre, Temerario sacudió los hombros y las cadenas cayeron sobre cubierta con un ruido sordo; después volvió el cuello a un lado y otro y se arrancó la manta de hule con los dientes. Por último, se sacudió el agua que le caía a chorros por la piel y anunció en tono beligerante:
—Voy a volar.
Dio un salto y se elevó por los aires sin arnés ni acompa?ante, dejándolos a todos boquiabiertos. Laurence hizo un gesto involuntario de ir tras él, inútil y absurdo, y después dejó caer los brazos, arrepentido de haberse traicionado. Temerario estaba estirando las alas después de aquel largo confinamiento, nada más; al menos, eso se dijo a sí mismo. Estaba conmocionado y alarmado, pero eran sensaciones embotadas, pues el cansancio era como un gran peso que amortiguaba todas las demás emociones.
—Lleva usted tres días en cubierta —le dijo Granby, y le condujo con sumo cuidado hacia abajo. Laurence tenía los dedos torpes e hinchados, y no quería agarrarse a los pasamanos de la escalera. Granby le asió del brazo una vez en que estuvo a punto de resbalar, y Laurence no pudo reprimir un grito: había una línea dolorida y palpitante donde el primer golpe de la palanca le había alcanzado el antebrazo.
Granby quiso llevarle al cirujano enseguida, pero Laurence se negó:
—Sólo es una magulladura, John, y preferiría llamar la atención lo menos posible —pero entonces no tuvo más remedio que explicar el porqué, y cuando Granby le presionó toda la historia salió a la luz, aunque de forma deslavazada.
—?Laurence, esto es un ultraje! Ese tipo trató de matarle. Tenemos que hacer algo —dijo Granby.
—Sí —respondió Laurence sin pensar, mientras se subía a la hamaca. Los ojos ya se le estaban cerrando. Fue vagamente consciente de que alguien le ponía una manta encima y de que la luz se apagaba. Después, nada.
Se despertó con la cabeza más despejada y el cuerpo casi igual de dolorido, y saltó de la cama enseguida: la línea de flotación de la Allegiance estaba lo bastante baja como para al menos deducir que Temerario había vuelto. Ahora que la fatiga que le embotaba había desaparecido, Laurence estaba plenamente consciente, lo bastante para sentir inquietud. Al salir del camarote con esta preocupación, casi se tropezó con Willoughby, uno de los encargados del arnés, que estaba durmiendo tumbado delante de su puerta.
—?Qué está haciendo? —le preguntó Laurence.
—El se?or Granby nos ha organizado para montar guardia, se?or —contestó el joven mientras bostezaba y se frotaba la cara—. ?Va a subir a la cubierta ahora?
Laurence protestó en vano. Willoughby, con el celo de un perro pastor, le siguió todo el camino hasta la cubierta de dragones. Temerario se puso alerta en cuanto los vio, se incorporó en el sitio y empujó a Laurence hasta el refugio que formaba su cuerpo, mientras que el resto de los aviadores cerraba filas detrás de él: era evidente que Granby no había guardado el secreto.
—?Estás malherido? —Temerario lo olfateó entero, asomando la lengua para asegurarse.
—Me encuentro perfectamente, de verdad, no es nada más que un moratón en el brazo —dijo Laurence, intentando apartar al dragón. Aunque en su interior no pudo evitar alegrarse al ver que el arrebato de Temerario había remitido, al menos por el momento.
Granby se coló dentro de la curva que formaba el cuerpo de Temerario y, sin dar ninguna muestra de arrepentimiento, ignoró la mirada gélida de Laurence.
—No —Laurence vaciló unos segundos y después admitió a rega?adientes—: éste no ha sido el primer intento. En su momento no le di ninguna importancia, pero ahora estoy casi seguro de que intentó tirarme a propósito por la escotilla de proa el día de la cena de A?o Nuevo.
Temerario soltó un gru?ido, y a duras penas se contuvo para no clavar las garras en la cubierta, que ya tenía profundas muescas por sus ara?azos durante la tormenta.