—Tal vez debería capear el temporal desde el aire —le sugirió Granby, reuniéndose con él en la borda. Era una proposición lógica: aunque Granby había estado ya antes en barcos de transporte, había servido casi exclusivamente en Gibraltar y en el Canal, y no tenía demasiada experiencia en alta mar. La mayoría de los dragones podía mantenerse en el aire un día entero, siempre que planearan sobre el viento y se les diera de comer y beber antes de emprender el vuelo. Era la forma habitual de quitarlos de en medio cuando un transporte se topaba con una tormenta o una borrasca; pero ahora se trataba de algo muy distinto. Laurence meneó la cabeza.
—Ha sido una buena idea coserle encima esos hules. Con ellos estará mucho más cómodo debajo de las cadenas —dijo, y vio que Granby captaba el significado de sus palabras.
Subieron las cadenas de tormenta por piezas, pues cada eslabón era tan grueso como la mu?eca de un ni?o, y las pasaron sobre la espalda de Temerario cruzándolas en diagonal. Después trajeron unos gruesos cables, trenzados y recubiertos para aumentar su resistencia, los pasaron a través de todos los eslabones y los aseguraron a los cuatro postes dobles que había en las esquinas de la cubierta de dragones. Laurence, preocupado, inspeccionó todos los nudos e hizo que rehicieran unos cuantos a su entera satisfacción.
—?Estás bien enganchado por todas partes? —le preguntó a Temerario—. ?Te aprieta demasiado?
—No puedo moverme con estas cadenas encima —dijo el dragón, comprobando el estrecho margen de maniobra que tenía, y retorciendo inquieto el extremo de la cola mientras hacía fuerza contra sus sujeciones—. Esto no es como el arnés. ?Para qué sirve? ?Por qué tengo que llevarlo?
—Por favor, no tenses las cuerdas —dijo Laurence, preocupado, y se acercó a comprobarlas. Por suerte, ninguna se había deshilachado—. Siento tener que hacer esto —a?adió al volver con Temerario—, pero hay que atarte a la cubierta por si tenemos mar gruesa: de lo contrario podrías resbalar y caer al agua, o desviar el barco de su rumbo con tus movimientos. ?Estás muy incómodo?
—No, no es para tanto —repuso Temerario, aunque no se le veía nada contento—. ?Va a ser mucho rato?
—Mientras dure la tormenta —dijo Laurence, y miró hacia proa. El frente de nubes se estaba desdibujando en la masa oscura y plomiza del cielo, y ya había devorado al sol del nuevo día—. Iré a mirar el barómetro.
El mercurio estaba muy bajo en el camarote de Riley, que encontró vacío, y fuera del café recién hecho no había nada que oliera a desayuno. Laurence aceptó una taza del camarero y se la bebió allí mismo de pie y caliente, para volver enseguida a cubierta. Durante su breve ausencia, la marejada había crecido tal vez tres metros más, y ahora la Allegiance estaba demostrando su auténtico temple, rompiendo limpiamente las olas con su proa de hierro forjado y apartándolas a ambos lados con su enorme peso.
Estaban poniendo fundas de tormenta en las escotillas. Laurence hizo una inspección final de las sujeciones de Temerario y después le dijo a Granby:
—Envíe abajo a los hombres. Yo haré la primera guardia.
Después se metió de nuevo bajo el hule que cubría la cabeza de Temerario y se quedó junto a él, acariciando su suave hocico.
—Me temo que vamos a tener viento fuerte un buen rato —le dijo—. ?Quieres comer algo más?
—Ayer cené tarde, no tengo hambre —respondió Temerario. Al amparo de la capucha, sus pupilas se habían ensanchado, negras y húmedas, con sólo unos finísimos bordes de azul en forma de luna creciente. Las cadenas de hierro rechinaron cuando volvió a mover su peso, una nota más aguda que el grave crujir de los maderos de la nave—. Ya estuvimos otra vez en una tormenta, a bordo del Reliant —dijo—. Y no me tuve que poner estas cadenas.
—Eras mucho más peque?o entonces, y también lo era aquella tormenta —respondió Laurence.
Temerario se rindió, pero no sin emitir unos gru?idos de descontento. En vez de continuar con la conversación, se tumbó en silencio, ara?ando de vez en cuando los bordes de las cadenas con las garras. Estaba tendido con la cabeza apuntando hacia la popa para que no le cayera la espuma del mar. Laurence podía ver más allá de su hocico y contemplar a los marineros, que estaban atareados asegurando los cabos de tormenta y recogiendo las velas. Todos los ruidos, salvo el grave rechinar metálico, quedaban ahogados por la espesa capa de tela.
Cuando sonaron dos campanadas en la guardia de media ma?ana, sobre las amuras se alzaban ya gruesas cortinas de agua que azotaban la cubierta de dragones y caían sobre el castillo de proa. La cocina estaba fría, ya no habría fuegos a bordo hasta que terminara la tormenta. Acurrucado en el suelo, Temerario había dejado de quejarse y ahora trataba de ajustar la capota de hule sobre los dos. Sus músculos se retorcían bajo la piel para sacudirse los peque?os riachuelos de agua que se colaban entre las capas de tejido.
—?Todos a sus puestos! ?Todos a sus puestos! —el viento trajo la voz de Riley a lo lejos.