Temerario II - El Trono de Jade

Entre el resto de la tripulación del barco reinaba un humor tan desconsolado como el suyo por dejar atrás aquel puerto acogedor con todas sus atracciones. En Ciudad del Cabo no había cartas esperándolos, porque Volly les había traído ya su correo, y tenían pocas perspectivas de recibir más noticias de su hogar a menos que alguna fragata o buque mercante más rápido que la Allegiance los adelantara; pero pocas naves de ese tipo se aventuraban a navegar hacia China al principio de la estación. De modo que no tenían nada agradable que esperar, y a cambio el fantasma seguía acechando ominoso en la mente de todos.

 

Los marineros, preocupados por sus temores supersticiosos, no estaban todo lo atentos que deberían a sus labores. Tres días después de zarpar del puerto, Laurence, tras dormir a saltos, se despertó antes del amanecer al oír una voz que atravesaba el fino mamparo de separación entre su camarote y el contiguo. Riley estaba abroncando al teniente Beckett, que había hecho guardia en el turno central. El viento había cambiado y había empezado a soplar más fuerte durante la noche, y Beckett, confundido, los había llevado en un rumbo erróneo y se había olvidado de arrizar la vela principal y la de mesana. Normalmente, sus fallos eran corregidos por los marineros más experimentados, que tosían hasta que acertaba con la orden correcta, pero ahora estaban más preocupados por eludir al fantasma y se mantenían apartados de las jarcias, de modo que nadie le había advertido en esta ocasión y ahora la Allegiance se había desviado al norte de su rumbo.

 

La marejada se levantaba ya hasta casi cinco metros de altura bajo un cielo que empezaba a aclararse; las olas pálidas se veían verdosas y translúcidas como el vidrio bajo la espuma jabonosa, y se alzaban en agudos picos que enseguida volvían a hundirse entre grandes nubes blancas. Laurence subió a la cubierta de dragones mientras se calaba la capucha del sueste, con los labios secos y tiesos por la sal. Temerario estaba enroscado sobre sí mismo, lo más lejos posible de la borda, con la piel húmeda y lustrosa bajo la luz de las lámparas.

 

—Supongo que no podrán subir un poco los fuegos de la cocina… —sugirió, en tono algo quejumbroso, asomando la cabeza por debajo de las alas y con los ojos reducidos a dos ranuras para evitar la espuma. Después tosió un poco para a?adir énfasis a sus palabras. Probablemente estaba haciendo teatro, porque ya se había curado por completo de su resfriado antes de abandonar el puerto, pero Laurence prefería no arriesgarse a una recaída. Aunque el agua estaba tan caliente como la de una ba?era, el viento que soplaba en ráfagas erráticas desde el sur era frío. Laurence ordenó a los miembros de su tripulación que trajeran trozos de hule para cubrir a Temerario y a los encargados del arnés que los cosieran para que no se moviesen del sitio.

 

Temerario tenía un aspecto muy curioso bajo aquella capota provisional: sólo se le veía la nariz, y cada vez que quería cambiar de posición se movía con torpeza, como un montón de ropa sucia animado de vida propia. A Laurence no le importaba con tal de que estuviera caliente y seco, e hizo caso omiso de las risitas disimuladas que sonaban en el castillo de proa, y también de Keynes, que rezongó algo sobre mimar a sus pacientes e incitarlos a fingirse enfermos. El mal tiempo impedía leer sobre la cubierta, así que Laurence se metió bajo la capota para sentarse con Temerario y hacerle compa?ía. El tejido aislante no sólo conservaba el calor de la cocina, sino también el del propio cuerpo del dragón. Laurence tuvo que quitarse la chaqueta y, recostado contra Temerario, pronto empezó a adormilarse y a dar respuestas vagas, sin prestar demasiada atención a la conversación.

 

—?Estás dormido, Laurence? —dijo Temerario.

 

él se espabiló al oírle, y se preguntó si realmente llevaba dormido mucho rato o si tal vez un pliegue de la capota impermeable había caído y bloqueaba la abertura; el caso es que estaba muy oscuro.

 

Salió de debajo de los pesados hules. El océano se había calmado hasta convertirse casi en una superficie lisa, y directamente ante ellos había un sólido frente de nubes de color negro púrpura que cubría todo el horizonte oriental. La aurora te?ía de rojo su borde inflado y barrido por el viento, mientras que en el interior los destellos de los relámpagos perfilaban durante breves instantes los contornos de las enormes masas de cúmulos. Lejos, al norte, una línea de nubes deshilachadas marchaba para unirse al grupo principal, describiendo una curva en el cielo un punto más allá de la nave. Mientras, justo por encima del barco, el cielo seguía despejado.

 

—Por favor, haga que traigan las cadenas de tormenta, se?or Fellowes —dijo Laurence, dejando el catalejo. En las jarcias ya reinaba una gran actividad.