—Tenía hambre, después de todo —dijo, relamiéndose la salsa del hocico y poniendo la cabeza en el suelo para que le limpiaran a conciencia. Laurence esperaba que aquella medida no le hiciera ningún da?o: cuando limpió a Temerario le cayó algo de salsa en la mano, y comprobó que le quemaba literalmente la piel y le dejaba marcas. Pero el dragón parecía satisfecho, ni siquiera pidió más agua de lo habitual, y en opinión de Keynes lo más importante era que siguiese comiendo.
Laurence apenas tuvo ni que pedir que volvieran a prestarle a los cocineros. Yongxing no sólo se mostró de acuerdo, sino que él mismo se empe?ó en supervisar sus tareas y en insistirles para que preparasen platos más elaborados, y también recurrió a su propio médico, quien recomendó que a?adieran diversas hierbas a la comida. Los pobres criados tuvieron que ir al mercado (el único lenguaje que compartían con los vendedores locales era el de la plata) para reunir todos los ingredientes que pudieran encontrar, cuanto más caros y exóticos, mejor.
Aunque Keynes era escéptico, aquello no le preocupó. En cuanto a Laurence, se sentía más consciente de la deuda de gratitud que estaba contrayendo que verdaderamente agradecido. Con remordimientos por su falta de sinceridad, no intentó inmiscuirse en los menús, aunque cada día los criados volvían en tropel del mercado cargados con ingredientes cada vez más extra?os: pingüinos rellenos con grano, bayas y con sus propios huevos; carne ahumada de elefante traída por cazadores que se arriesgaban a emprender el peligroso viaje a las tierras del interior; ovejas de cola gruesa que tenían pelo en vez de lana; y especias y verduras aún más exóticas. Los chinos insistían en estas últimas y juraban que eran muy saludables para los dragones, aunque la costumbre inglesa siempre había sido alimentarlos con una dieta sólo de carne. Temerario, por su parte, se comía aquellos platos tan elaborados uno detrás de otro sin más efecto secundario que una fea tendencia a eructar después.
Los ni?os del lugar, animados al ver que Dyer y Roland trepaban con frecuencia sobre el cuerpo de Temerario, se habían convertido en visitantes habituales. Empezaron a ver la búsqueda de ingredientes como un juego y aplaudían cada nuevo plato o lo abucheaban de vez en cuando si no les parecía lo bastante imaginativo. Los chicos nativos eran miembros de las tribus diversas que habitaban aquella región. La mayoría se ganaba la vida pastoreando, pero otros forrajeaban en las monta?as y los bosques que había más allá; estos últimos se unieron a la diversión y cada día traían artículos que sus parientes mayores encontraban demasiado raros para su propio consumo.
El golpe maestro fue un hongo deforme y gigantesco que cinco chiquillos trajeron al claro con aire de triunfo. Las raíces aún estaban cubiertas de tierra húmeda y negra, parecía una seta, pero tenía tres casquetes en lugar de uno solo, puestos uno encima del otro a lo largo del tallo, y el más grande medía más de dos palmos de diámetro. La seta olía tan mal que los chicos la traían apartando la cara de ella y se la pasaban de unos a otros entre ruidosas carcajadas.
Los criados chinos se la llevaron entusiasmados a las cocinas del castillo, tras pagar a los chicos con pu?ados de cintas y conchas de colores. Poco después el general Baird vino al claro a quejarse. Laurence le siguió hasta el castillo y comprendió sus objeciones incluso antes de entrar en el complejo. No había humo a la vista, pero el olor del plato que estaban guisando impregnaba el aire, y era una mezcla de repollo guisado y el moho verde que crecía sobre los maderos de la cubierta en tiempo húmedo: un tufo agrio y empalagoso que se pegaba a la lengua. La calle que había al otro lado de la pared de la cocina solía estar abarrotada de mercaderes locales, pero ahora se encontraba desierta, y los muros del castillo eran prácticamente inhabitables por culpa de aquel miasma. Los embajadores se alojaban en otro edificio, lejos de las cocinas, por lo que no se habían visto afectados en persona, pero los soldados estaban acuartelados allí al lado y no se les podía exigir que comieran en una atmósfera tan repugnante.
Los afanosos cocineros que, en opinión de Laurence, tenían que haber perdido el sentido del olfato tras una semana de elaborar platos con olores cada vez más fuertes, protestaron a través del intérprete alegando que la salsa aún no estaba hecha, y fue necesario todo el poder de persuasión de Laurence y Baird juntos para que les entregaran el caldero donde estaban guisando la seta. Sin ningún pudor, Baird ordenó a dos infortunados soldados que se lo llevaran al claro, y ellos lo hicieron colgando el caldero de una gran rama entre ambos. Laurence los siguió, intentando no respirar hondo.
Sin embargo, Temerario recibió el plato con entusiasmo, más complacido por el hecho de que podía captar su olor que desanimado por su apestosa cualidad.