Feng Li se le quedó mirando con muda incomprensión, después se puso en pie como pudo, bajó a trompicones la escalera dejando atrás a Laurence y desapareció bajo cubierta dirigiéndose hacia la zona donde se alojaban los sirvientes chinos, a tal velocidad que podría decirse que se había desvanecido.
—No puedo culpar a Tripp —dijo Laurence en voz alta, ahora más indulgente con el atolondramiento del muchacho.
El corazón le seguía latiendo desbocado cuando se dirigió hacia su camarote.
A la ma?ana siguiente, Laurence se levantó al oír sobre su cabeza gritos de consternación y ruido de carreras. Se apresuró a subir, sólo para descubrir que la verga de trinquete yacía sobre cubierta rota en dos mitades y la enorme vela colgaba totalmente suelta sobre el castillo de proa, mientras Temerario contemplaba los destrozos con gesto a la vez abatido y avergonzado.
—No pretendía hacerlo.
Su voz sonaba áspera y rara, y volvió a estornudar; esta vez le dio tiempo a apartar la cara del barco: la fuerza del estallido levantó unas cuantas olas que se estrellaron contra el costado de babor.
Keynes, que acababa de subir a cubierta con su maletín, pegó la oreja al pecho de Temerario.
—Mmm… —sin a?adir nada más, se dedicó a escuchar varias partes de su cuerpo, hasta que Laurence se impacientó y le preguntó qué pasaba—. Oh, no hay duda de que es un catarro. No hay nada que hacer salvo esperar a que se le pase y darle un medicamento cuando empiece a toser. Tan sólo estaba comprobando si podía escuchar movimiento de fluidos en los canales relacionados con el viento divino —dijo con aire ausente—. No tenemos ninguna noción de anatomía de ese rasgo en particular. Es una pena que nunca hayamos podido hacer la disección de ningún espécimen de su raza.
Al oír esto, Temerario retrocedió, bajó la gorguera y soltó un bufido. O más bien lo intentó: en lugar de eso, arrojó un montón de mocos sobre la cabeza de Keynes. El propio Laurence saltó hacia atrás justo a tiempo para no mancharse, pero no le dio demasiada lástima del cirujano dado el nulo tacto que había mostrado al realizar ese comentario.
Temerario graznó:
—Estoy muy bien. Podemos salir a volar —y miró suplicante a Laurence.
—Podemos hacer un vuelo más corto ahora y otro a mediodía si no estás cansado —propuso Laurence dirigiendo su mirada a Keynes, que intentaba en vano quitarse la porquería de la cara.
—No. En un clima cálido como éste puede volar como siempre si le apetece. No es necesario tratarle como a un bebé —dijo Keynes con brusquedad, tras limpiarse por fin los ojos—. Siempre que usted se apriete con fuerza el arnés, o saldrá volando en el primer estornudo. Y ahora, ?me excusan?
Y así, al final Temerario pudo tener su largo vuelo. La Allegiance quedó atrás, cada vez más peque?a en las profundas aguas azules. El océano adquirió el tono de un cristal enjoyado conforme se acercaron a la costa: viejos acantilados erosionados por los a?os que descendían suavemente hasta el agua cubiertos por un manto verde, con una franja de pe?ascos grises e irregulares en la base donde rompían las olas. Había algunas peque?as extensiones de arena, ninguna lo bastante grande como para que Temerario aterrizara si se encontraba cansado. Mas, por otra parte, la espesura también era impenetrable y lo seguía siendo cuando se internaron tierra adentro casi una hora.
Era una experiencia solitaria y tan monótona como volar sobre el océano vacío, sólo era un silencio diferente, con el viento entre las hojas en vez del batir de las olas. Temerario miraba ansioso hacia el suelo cada vez que un grito animal rompía aquella quietud, pero los árboles eran tan frondosos que no veía nada bajo la cubierta vegetal.
—?Es que aquí no vive nadie? —preguntó por fin.
Tal vez lo había dicho en voz baja por culpa del resfriado, pero Laurence sintió el mismo impulso de respetar aquel silencio y contestó casi en susurros:
—No, nos hemos internado demasiado. Incluso las tribus más poderosas viven sólo junto a la costa y nunca se aventuran tan lejos tierra adentro. Hay demasiados dragones salvajes y otras criaturas demasiado feroces para enfrentarse a ellas.
Siguieron sin hablar durante un rato. El sol calentaba con mucha fuerza, y Laurence cayó en un duermevela, con la barbilla apoyada en el pecho. Sin nadie que lo guiara, Temerario mantuvo su rumbo, volando a un ritmo lento que no suponía ningún problema para su resistencia. Cuando Laurence se espabiló por fin al escuchar otro estornudo de Temerario, el sol había atravesado su cenit. Se iban a perder la cena.
Cuando Laurence dijo que debían darse la vuelta, Temerario no manifestó ningún deseo de seguir más allá. Habían llegado tan lejos que ya no se veía la costa, y volaron de regreso guiados por la brújula de Laurence, ya que la jungla era igual en todas direcciones y no ofrecía jalones por los que orientarse. Por eso se alegraron cuando volvieron a ver la suave curva del océano, y Temerario se animó al sobrevolar de nuevo las olas.