—Por lo menos ya no me canso, aunque me haya puesto malo —dijo, y en ese momento se levantó diez metros en el aire al soltar un estornudo que sonó como un disparo de ca?ón.
Cuando llegaron a la Allegiance ya estaba oscureciendo, y Laurence descubrió que no sólo se había perdido la hora de cenar. Aparte de Tripp, otros marineros habían espiado a Feng Li en cubierta la noche anterior, y con un resultado similar. La historia del fantasma había recorrido toda la nave durante la ausencia de Laurence, y mientras tanto se había consolidado y aumentado por diez. Laurence intentó dar explicaciones, pero fue en vano, ya que la tripulación del barco estaba convencida después de que tres hombres hubiesen jurado que habían visto a un espectro que bailaba una jiga sobre el palo de trinquete y que les había vaticinado su destino. Otros que habían hecho el turno de guardia de medianoche aseguraban que el fantasma había pasado toda la noche columpiándose de los aparejos.
El propio Liu Bao echó más le?a al fuego. Al día siguiente, al visitar la cubierta, hizo que le contaran la historia; tras escucharla meneó la cabeza y opinó que aquella aparición era una se?al de que alguien a bordo había tenido una conducta deshonesta con una mujer. Esto se podía aplicar a casi todos los hombres del barco. Los marineros empezaron a murmurar contra aquellos fantasmas extranjeros tan mojigatos, y durante las comidas se dedicaron a debatir el asunto con gran preocupación. Cada uno trataba de convencer a sus compa?eros de mesa de que él no podía ser el culpable, de que tan sólo había cometido una peque?a e inocente infracción, y de que en cualquier caso tenía la intención de casarse con ella en cuanto volviera.
Las sospechas generales no habían recaído aún sobre un solo individuo, pero era cuestión de tiempo; cuando ocurriera, la vida del pobre desgraciado no valdría la pena. Mientras tanto, los hombres salían a cumplir sus tareas nocturnas a rega?adientes y llegaban al punto de negarse a cumplir órdenes si eso suponía tener que estar solos en cualquier parte del puente. Riley intentó dar ejemplo a sus hombres paseando fuera de la vista durante sus guardias, pero consiguió un efecto menor del deseado, ya que era evidente que antes de hacerlo él mismo tenía que armarse de valor. Laurence echó una buena reprimenda a Allen, que fue el primero de su propia tripulación al que oyó mencionar al fantasma, así que nadie volvió a decir nada delante de él; pero los aviadores preferían quedarse cerca de Temerario cuando estaban de servicio, e iban y venían de sus camarotes en grupos.
El propio Temerario estaba demasiado incómodo para prestar demasiada atención. Aquel grado de miedo le desconcertaba, y se sentía desilusionado porque nunca veía a aquel espectro cuando era evidente que muchos otros habían tenido al menos una visión fugaz, pero pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y procurando dirigir sus frecuentes estornudos lejos del barco. Cuando empezó a toser, trató de ocultarlo al principio, pues no quería que lo medicaran. Desde el primer síntoma de la enfermedad del dragón, Keynes había estado preparando el remedio en un gran caldero sobre el fuego de la cocina, y su hedor fétido y ominoso subía hasta el puente. Pero el tercer día, por la tarde, tuvo un acceso de tos que no pudo contener y Keynes y sus ayudantes subieron la marmita con la medicina a la cubierta de dragones; era una mezcla marrón y espesa, casi gelatinosa, que nadaba en un ba?o de grasa líquida de color naranja.
Temerario se quedó mirando el caldero con gesto infeliz.
—?Tengo que hacerlo? —preguntó.
—Si te lo bebes caliente te hará más efecto —respondió Keynes, implacable, y Temerario cerró los ojos y agachó la cabeza para beber.
—Oh, no. Oh, no… —dijo tras dar el primer trago. Agarró el barril de agua que le habían preparado y se lo volcó sobre la boca, mojándose el hocico y el cuello al mismo tiempo que empapaba la cubierta—. Soy incapaz de beber más —protestó, dejando el barril en el suelo, pero a fuerza de convencerlo y engatusarlo, consiguieron que se tomara toda la medicina, aunque no dejó de protestar y dar arcadas.
Laurence estuvo todo el rato a su lado, acariciándolo angustiado y sin atreverse a abrir la boca, ya que Keynes había sido muy cortante ante su primera sugerencia de darle un breve respiro al dragón. Temerario terminó por fin y se derrumbó sobre la cubierta, diciendo con convicción:
—?Nunca volveré a ponerme malo, nunca!
Pero a pesar de sus cuitas, su tos remitió y esa noche durmió mucho más tranquilo y respirando mucho mejor.