Temerario II - El Trono de Jade
Naomi Novik
En recuerdo de Chawa Nowik,
con la esperanza de que algún día
estaré preparada para escribir su libro.
Primera Parte
Capítulo 1
Hacía mucho calor para ser noviembre, pero en una desacertada muestra de deferencia para con la embajada china, el fuego de la sala de juntas del Almirantazgo estaba demasiado fuerte, y Laurence se encontraba justo frente a él. Se había vestido con especial esmero, escogiendo su mejor uniforme, y durante toda aquella prolongada e insoportable entrevista notó cómo se iba empapando de sudor el forro de pa?o de su casaca verde botella.
Sobre la puerta, por detrás de Lord Barham, la flecha del indicador oficial mostraba la dirección del viento sobre el Canal: hoy soplaba nornoreste, directo hacia Francia. Probablemente en aquel mismo momento algunas naves de la flota del Canal estaban acercándose a echar un vistazo a los puertos de Napoleón. Con los hombros cuadrados en posición de firmes, Laurence fijó los ojos en el ancho disco de metal y trató de distraerse con tales conjeturas; no sentía suficiente confianza en sí mismo para afrontar la mirada fría y hostil que tenía clavada sobre él.
Barham dejó de hablar y volvió a toserse en el pu?o. El elaborado discurso que se había preparado no pegaba nada en una boca más acostumbrada al rudo lenguaje del mar, y se interrumpía con torpeza al final de cada frase para dirigir una mirada nerviosa y casi servil al chino. Su actuación no estaba siendo memorable, pero en circunstancias normales Laurence habría experimentado cierto grado de simpatía por la posición de Barham: todos esperaban alguna especie de mensaje formal, quizás incluso un embajador, pero a nadie se le habría ocurrido imaginar que el emperador de China enviara a su propio hermanastro a la otra punta del mundo.
Una sola palabra del príncipe Yongxing podía bastar para declarar la guerra entre ambas naciones. Además, había algo intrínsecamente temible en su presencia: el silencio impenetrable con que recibía cada comentario de Barham; el apabullante esplendor de su atavío amarillo oscuro, bordado con un denso entramado de dragones; el lento e inexorable tabaleo de su u?a larga y enjoyada sobre el brazo del sillón. Ni siquiera observaba a Barham: con gesto adusto y labios apretados, no dejaba de mirar a Laurence, que estaba al otro lado de la mesa.
El séquito del príncipe era tan numeroso que abarrotaba la sala de juntas. Había una docena de guardias sofocados y aturdidos dentro de sus armaduras acolchadas; y otros tantos sirvientes, la mayoría ociosos, sin nada que hacer, tan sólo asistentes diversos que se alineaban contra la pared más alejada de la estancia y trataban de remover el aire con sus anchos abanicos. Detrás del príncipe había un hombre, obviamente un intérprete, que hablaba en murmullos cada vez que Yongxing levantaba la mano, por lo general después de que Barham terminara de articular alguna frase especialmente enrevesada.
A ambos lados de Yongxing se sentaban otros dos embajadores. A Laurence se los habían presentado de forma muy sucinta, y ninguno de ellos había pronunciado una sílaba, aunque el más joven, un tal Sun Kai, observaba impasible todo el acto y seguía las palabras del traductor con callada atención. El mayor, un hombre grande y tripudo con mechones grises en la barba, se había dejado derrotar por el calor: tenía la cabeza hundida sobre el pecho y la boca entreabierta para tomar aire, y de vez en cuando movía el abanico que sujetaba en la mano para refrescarse la cara. Ambos vestían trajes de seda azul, casi tan elaborados como los del propio príncipe, y los tres juntos ofrecían un espectáculo impresionante: jamás se había visto en Occidente una embajada como aquélla.
Incluso a un diplomático con más tablas que Barham se le habría podido perdonar cierto grado de servilismo, pero Laurence no se encontraba de humor para ser indulgente. En realidad, estaba casi más furioso consigo mismo por haberse esperado algo mejor: había venido con la intención de defender su caso, y en el fondo de su corazón había albergado la esperanza de un indulto. En vez de eso, le habían abroncado en términos que él mismo no se habría atrevido a utilizar con un simple teniente, y todo ello delante de un príncipe extranjero y de su séquito, que se habían reunido como un tribunal para juzgar sus crímenes. Aun así, Laurence refrenó su lengua mientras pudo aguantarlo; pero, al final, a Barham no se le ocurrió otra cosa que decir con aire de condescendencia:
—Como es natural, capitán, tenemos la intención de ofrecerle otro huevo de dragón.
Aquello fue el colmo para Laurence.