Laurence descubrió que la mano le temblaba sobre el papel, así que emborronó de tinta las primeras líneas y la mesa. Aun así, se esforzó por continuar la carta. Las palabras no acudían. Se quedó atrancado a mitad de una frase, hasta que de repente una sacudida estuvo a punto de derribarle, la mesa se volcó y la tinta se desparramó sobre el suelo. En el exterior se oyó un estrépito terrible y devastador, como una tormenta en su clímax o una galerna invernal en el Mar del Norte.
En un gesto algo ridículo, la pluma seguía en su mano. La soltó y abrió la puerta de golpe. Jervis le siguió a trompicones. Los ecos aún resonaban en el aire, y Elsie estaba sentada sobre sus cuartos traseros, abriendo y cerrando las alas, nerviosa, mientras Hollin y Roland trataban de tranquilizarla. Los pocos dragones que se encontraban en la base también habían levantado las cabezas para asomarse sobre los árboles entre silbidos de alarma.
—?Laurence! —le llamó Roland, pero él no le hizo caso. Ya estaba a medio camino por el sendero abajo, corriendo y llevándose la mano de forma inconsciente a la empu?adura de la espada. Llegó al claro y encontró el paso bloqueado por los escombros de un barracón y varios árboles caídos.
Mil a?os antes de que los romanos domesticaran a las primeras razas de dragones occidentales, los chinos ya eran maestros en ese arte. Ellos apreciaban la belleza y la inteligencia más que las destrezas marciales y miraban con cierta desde?osa superioridad a los dragones que exhalaban fuego y escupían ácido, tan valorados en Occidente. Sus legiones aéreas eran tan numerosas que no necesitaban lo que en su opinión era un aparatoso exhibicionismo, pero eso no quería decir que despreciaran todas las habilidades poco usuales. Con los Celestiales habían alcanzado la cima de sus logros: la unión de todos los demás dones con el poder sutil y letal al que los chinos llamaban ?viento divino?, un rugido más poderoso que el fuego de un ca?ón.
Laurence sólo había visto una vez la devastación producida por el viento divino; fue durante la batalla de Dover, cuando Temerario lo utilizó con terribles efectos contra los transportes aéreos de Napoleón. Pero aquí, en la base, los pobres árboles habían sufrido el impacto a bocajarro, y ahora yacían como cerillas desparramadas, los troncos reducidos a astillas. También se había derrumbado toda la estructura del barracón: el tosco mortero había cedido por completo y los ladrillos estaban rotos y esparcidos por el suelo. Sólo un huracán o un terremoto podrían haber causado tanta devastación, y de pronto el apelativo poético de ?viento divino? se le antojaba mucho más apropiado.
Casi todos los infantes de marina de la escolta habían retrocedido hacia los arbustos que rodeaban el claro, con los rostros blancos de terror. El único que no se había movido del sitio era Barham. Los chinos tampoco se habían retirado, pero todos ellos estaban postrados en el suelo en una genuflexión ceremonial, excepto el propio príncipe Yongxing, que permanecía impertérrito al frente de la comitiva.
Los restos de un gigantesco roble de cuyas raíces aún colgaban restos de tierra los mantenían a todos acorralados al borde del claro. Temerario estaba detrás del árbol, con una pata apoyada en el tronco y dominándolos a todos con la longitud de su sinuoso cuerpo.
—?No volváis a decirme eso! —dijo, bajando la cabeza hacia Barham y ense?ándole los dientes. La gorguera espinosa que rodeaba su cabeza estaba erguida y temblaba de ira—. No te creo ni por un instante, y no estoy dispuesto a oír tales mentiras. ?Laurence jamás elegiría a otro dragón! Si le habéis enviado lejos, iré a buscarle, y como le hayáis hecho da?o…
Empezó a tomar aliento para otro rugido y su pecho se hinchó como una vela al viento. Esta vez los infortunados humanos se hallaban directamente en su camino.
—?Temerario! —gritó Laurence. Trepó torpemente entre la pila de restos y se dejó resbalar hasta el claro a pesar de las astillas que se clavaban en su ropa y en su piel—. ?Temerario! No me pasa nada, estoy aquí…
Temerario había girado el cuello como un látigo al oír la primera palabra, y un segundo después dio dos pasos que lo llevaron al otro lado del claro. Laurence se quedó quieto mientras el corazón le latía a gran velocidad, y no sólo de miedo: las patas provistas de terribles garras aterrizaron a ambos lados de él, y Temerario enroscó su cuerpo grácil y sinuoso para rodearle en un gesto protector. Los grandes costados escamosos se levantaron sobre él como paredes negras y relucientes, y la angulosa cabeza se apoyó en el suelo junto a él.
Laurence puso las manos en el rostro de Temerario y apoyó la mejilla unos segundos en su suave hocico. El dragón emitió un murmullo inarticulado de tristeza.
—Laurence, Laurence, no vuelvas a dejarme.
Laurence tragó saliva.
—Temerario, mi Temerario… —dijo, y no a?adió más. No había respuesta posible.
Siguieron con las cabezas pegadas y en silencio, como si el resto del mundo no existiera. Pero aquello sólo duró un instante.
—?Laurence! —le llamó Roland, al otro lado de la espiral que formaba el cuerpo del dragón. Parecía sin aliento y su voz sonaba urgente.