Laurence no se había atrevido a imaginar cómo sería su propia vida sin Temerario. Le resultaba imposible pensar en otro dragón, desde luego, y ya no le permitirían volver a la Armada. Seguramente podía enrolarse en una nave de la flota mercante o en un buque corsario, pero no se veía con ánimos para intentar algo semejante, y además gracias a los botines de guerra había ahorrado dinero suficiente para vivir. Incluso podía casarse e instalarse como un noble terrateniente; pero esa perspectiva, que en tiempos había imaginado tan idílica, ahora se le antojaba gris y monótona.
Peor aún, no podía esperar simpatías entre los demás: todos sus viejos conocidos considerarían que aquélla era una vía de escape que le ofrecía la Fortuna, su familia se alegraría, y el resto del mundo ni siquiera pensaría en su pérdida. Desde cualquier punto de vista, era un poco ridículo que se sintiera tan a la deriva: se había convertido en aviador en contra de su voluntad, empujado tan sólo por su poderoso sentido del deber, y había pasado menos de un a?o desde aquel cambio de situación. Sin embargo, ya era prácticamente incapaz de tomar en consideración otras posibilidades. Las únicas personas capaces de entender sus sentimientos eran otros aviadores, y sobre todo otros capitanes, pero, sin Temerario, Laurence estaría tan apartado de su compa?ía como los propios aviadores lo estaban del resto del mundo.
El salón del Ancla y Corona no era tranquilo, aunque según las costumbres de la ciudad aún era pronto para cenar. No se trataba de un local de moda, ni siquiera distinguido, y su clientela consistía sobre todo en gente del campo acostumbrada a horas más razonables para comer y beber. No era la clase de lugar al que acudiría una mujer respetable, ni siquiera la clase de lugar que el propio Laurence habría frecuentado en otros tiempos, al menos por propia elección. Roland atrajo algunas miradas insolentes y otras de mera curiosidad, pero nadie se atrevió a tomarse más libertades con ella, pues la acompa?aba Laurence, cuya figura, con sus anchos hombros y la espada de gala colgada al cinto, imponía respeto.
Roland subió a Laurence a sus habitaciones, le hizo sentarse en un sillón feísimo y le dio una copa de vino. Laurence dio un largo trago, ocultándose tras el cuenco de la copa para rehuir su mirada de compasión, ya que temía perder la compostura apropiada para un hombre.
—Yo creo que el hambre te ha debilitado —dijo ella—. ésa es la mitad del problema.
Roland hizo sonar la campanilla para llamar a la doncella. Poco después dos criados subieron las escaleras con una cena bien surtida compuesta de platos sencillos: ave asada con verduras y trozos de carne de buey, salsa de carne, pastelillos de queso con mermelada, pastel de pezu?a de ternera, un plato de lombarda estofada y una peque?a tarta de bizcocho de postre. Roland hizo que los camareros pusieran toda la comida junta en la mesa para que luego no tuvieran que andar entrando y saliendo para retirar platos, y después los despachó.
Laurence pensaba que no iba a ser capaz de probar bocado, pero al ver la cena servida descubrió que, a pesar de todo, tenía hambre. Se había estado alimentando sin ganas por comer a horas intempestivas y porque la pensión barata donde se alojaba tenía una cocina muy mediocre; de hecho, la había elegido porque se hallaba cerca de la base donde retenían a Temerario. Ahora comió sin parar, mientras Roland llevaba el peso de la conversación prácticamente sola y le distraía con chismorreos y anécdotas de la Fuerza Aérea.
—Desde luego, he sentido mucho perder a Lloyd. Pretenden asignarlo al huevo de Ninfálida que está endureciéndose en Loch Laggan —le contó, refiriéndose a su primer teniente.
—Creo que le vi allí —dijo Laurence, animándose un poco y levantando la cabeza del plato—. ?Ese huevo es de Obversaria?
—Sí, y tenemos grandes esperanzas depositadas en él —respondió Roland—. Lloyd estaba encantado, claro, y yo me alegro mucho por él, pero no es fácil acostumbrarse a un teniente primero nuevo después de cinco a?os, y además la tripulación y el propio Excidium no dejan de murmurar que si Lloyd hacía las cosas así o que si las hacía asá. Pero Sanders es un tipo responsable y tiene buen corazón. Le trasladaron de Gibraltar cuando Granby rechazó el puesto.
—?Cómo? ?Que lo ha rechazado? —exclamó Laurence, consternado. Granby era su teniente primero—. Espero que no haya sido por mi culpa.
—Oh, Dios mío, ?no lo sabías? —dijo Roland, no menos disgustada—. Granby me lo explicó perfectamente y me dio las gracias, pero dijo que prefería no cambiar de dragón. Yo estaba convencida de que te había consultado a ti, y pensé que a lo mejor le habías dado algún motivo para albergar esperanzas.
—No —respondió Laurence con un hilo de voz—. Es muy probable que John acabe no teniendo puesto en ningún dragón. Lamento mucho enterarme de que ha dejado escapar una oportunidad tan buena.