—Creo que les está esperando, se?or —contestó Patson, apuntando con el pulgar sobre su hombro mientras volvía a cerrar las puertas—. Justo en el primer claro. No les hagan caso —a?adió, mirando con gesto severo a los infantes de marina, que parecieron avergonzarse. Eran poco más que unos críos, mientras que Patson era un hombre grande, un antiguo armero cuyo aspecto aún imponía más por el parche del ojo y la quemadura roja que lo rodeaba—. Yo me encargo de ellos, no se preocupen.
—Gracias, Patson. Continúe —dijo Roland, y siguieron su camino—. ?Qué están haciendo aquí esos dos botarates? Al menos, podemos dar gracias de que no sean oficiales. Aún recuerdo lo que pasó hace doce a?os cuando un oficial de la Armada descubrió a la capitana St. Germain, que había recibido una herida en Toulon. Se organizó un jaleo de mil demonios, y la cosa estuvo a punto de salir en los periódicos. Fue una historia absurda.
Había sólo una estrecha franja de árboles y edificios rodeando el perímetro de la base para protegerla del aire y de los ruidos de la ciudad. No tardaron en llegar al primer claro, un espacio reducido en el que un dragón de tama?o medio apenas habría tenido sitio para desplegar las alas. El correo les estaba esperando: era un joven Winchester, cuyas alas púrpuras aún no habían adquirido su color de adulto, más oscuro; pero tenía puesto el arnés completo y parecía impaciente por partir.
—Vaya, Hollin —dijo Laurence con voz alegre, estrechando la mano del capitán. Para él era un placer ver de nuevo al jefe de su equipo de tierra, ahora vestido con uniforme de oficial—. ?Es ése su dragón?
—Sí, se?or. ésta es Elsie —dijo Hollin, con una amplia sonrisa—. Elsie, éste es el capitán Laurence. Ya te he hablado de él, fue quien me ayudó a estar contigo.
La Winchester giró la cabeza y miró a Laurence con ojos que brillaban con interés. Aún no llevaba tres meses fuera del cascarón y era peque?a incluso para su raza, pero su piel estaba tan limpia que brillaba: se la veía muy bien cuidada.
—?Así que tú eres el capitán de Temerario? Gracias, me gusta mucho estar con mi Hollin —dijo con un ligero gorjeo, y le dio a Hollin un empujón tan afectuoso que casi le derribó.
—Me alegro de haber sido útil para que os conocierais —repuso Laurence, recuperando cierto entusiasmo, aunque sintió una punzada en su interior al acordarse de su dragón. Temerario estaba allí, a menos de quinientos metros, y sin embargo ni tan siquiera podía cruzar un saludo con él. Miró hacia allá, pero los edificios le cortaban la línea de visión: no había ni un centímetro de piel negra a la vista.
Roland le preguntó a Hollin:
—?Está todo listo? Tenemos que despegar enseguida.
—Sí, se?ora. Sólo estamos esperando los despachos —dijo Hollin—. Cinco minutos, si les apetece estirar las piernas antes del vuelo.
La tentación era muy fuerte. Laurence tragó saliva, pero la disciplina se impuso. Negarse abiertamente a obedecer una orden deshonrosa era una cosa, y otra bien distinta colarse a hurtadillas para desobedecer otra tan sólo molesta. Además, si lo hacía ahora podía desacreditar a Hollin y a la propia Roland.
—Voy a entrar solo en este barracón para hablar con Jervis —dijo, y se fue a ver al hombre que supervisaba el cuidado de Temerario.
Jervis era un hombre mayor que había perdido la mayor parte de la pierna y el brazo izquierdos en una terrible ráfaga de fuego que barrió el costado del dragón en el que servía como encargado del arnés. Tras recuperarse contra toda esperanza, le habían asignado un puesto tranquilo en la base de Londres, que rara vez se usaba. Tenía un aspecto extra?o y asimétrico, con la pata de palo y el garfio de metal a un lado, y la inactividad le había vuelto un tanto perezoso y protestón, pero Laurence sabía escucharle, gracias a lo cual recibió una calurosa bienvenida.
—?Sería tan amable de llevarle una nota? —preguntó Laurence, tras rechazar una taza de té—. Voy a Dover, a ver si puedo ser de alguna utilidad. No quiero que Temerario se preocupe por no tener noticias mías.
—Lo haré, y también se la leeré. Pobrecillo, le va a hacer falta —dijo Jervis, cojeando sobre su pata de palo para coger pluma y tintero con una sola mano. Laurence le dio la vuelta a un trozo de papel para escribir la nota—. Ese tipo gordo del Almirantazgo vino otra vez no hace ni media hora con un montón de infantes de marina y esos chinos tan raros, y aún siguen allí, tratando de convencerlo. Si no se van pronto, no respondo de que hoy pruebe bocado, así que no voy a consentirlo. ?Ese desagradable cabronazo de agua salada! No sé qué demonios pretende, si no tiene ni pu?etera idea de dragones. Disculpe lo que he dicho, se?or —se apresuró a a?adir.