—Temerario, muévete a un lado. Es una amiga.
El dragón levantó la cabeza y, a rega?adientes, se desenroscó un poco para que pudieran hablar. Pero durante todo el rato se interpuso entre Laurence y el grupo de Barham. Roland se agachó para pasar bajo la pata del dragón y se reunió con Laurence.
—Es evidente que tenías que venir con Temerario, pero a la gente que no entiende a los dragones esto le habrá parecido fatal. Por el amor de Dios, no dejes que Barham vuelva a sacarte de tus casillas. Contéstale tan manso como un corderito y haz todo lo que te diga —Roland meneó la cabeza—. Por Dios, Laurence. Odio dejarte en un apuro como éste, pero los despachos ya han llegado, y en esta situación un simple minuto puede marcar la diferencia.
—Claro que no puedes quedarte —respondió él—. Seguro que están esperándote en Dover para lanzar el ataque. No tengas miedo, nos las arreglaremos.
—?Un ataque? ?Va a haber una batalla? —dijo Temerario, que había escuchado a hurtadillas la conversación. Flexionó las garras y miró al este, como si desde allí pudiera ver las escuadrillas de dragones elevándose en el aire.
—Vete enseguida, y ten mucho cuidado —dijo Laurence a toda prisa—. Pídele perdón a Hollin.
Ella asintió.
—Intenta mantener la calma, Laurence. Yo hablaré con Lenton antes del ataque. La Fuerza Aérea no se va a quedar de brazos cruzados. Ya es bastante malo haberos separado, pero presionar y provocar a un dragón de esta forma es ultrajante. No se puede consentir que esto siga así, y no creo que nadie te culpe por ello.
—No te preocupes ni te entretengas un segundo más por mí; el ataque es más importante —repuso Laurence con voz enérgica, tan fingida como el aplomo de ella. Ambos sabían muy bien que la situación era de suma gravedad. Laurence no se arrepentía ni por un segundo de haber acudido junto a Temerario, pero al hacerlo había desobedecido órdenes directas. Ningún consejo de guerra le declararía inocente. Estaba el propio Barham para presentar los cargos, y si le interrogaban, Laurence no podría negar lo que había hecho. No creía que fueran a ahorcarle, ya que no se trataba de una falta en pleno campo de batalla, y las circunstancias le disculpaban un poco; pero de haber seguido en la Armada, aquello le habría supuesto la expulsión. No había nada que hacer salvo afrontar las consecuencias. Se obligó a sonreír y le dio a Roland un rápido apretón en el brazo. Un momento después, ella ya se había ido.
Los chinos se habían levantado y recuperado la calma, demostrando más compostura que los infantes de marina, que parecían dispuestos a huir en cualquier momento. Ahora mismo todos juntos se abrían paso trepando sobre el roble derribado. El oficial más joven, Sun Kai, subió con más destreza que los demás y junto a uno de sus ayudantes le ofreció una mano al príncipe para ayudarle a bajar. A Yongxing le entorpecían los pesados bordados de su bata, y estaba dejándose entre las ramas tronchadas jirones de seda como telara?as de vivos colores. Si en su fuero interno albergaba el mismo terror pintado en el semblante de los soldados ingleses, no lo demostraba: se le veía impávido.
Temerario los miró con ojos fieros y amenazantes.
—No me importa lo que quiera esta gente: no pienso quedarme aquí sentado mientras todos los demás van a la lucha.
Laurence acarició el cuello de Temerario para calmarlo.
—No dejes que te alteren. Por favor, amigo mío, tranquilízate. Perder los estribos no mejorará las cosas.
Temerario se limitó a gru?ir. Sus ojos seguían clavados en los demás y echaban chispas. La gorguera se mantenía enhiesta y con las puntas rígidas: no estaba de humor para dejarse calmar.
Barham, que también estaba pálido, no mostró ninguna prisa por acercarse más a Temerario. Pero Yongxing se dirigió al dragón con brusquedad, repitiendo sus exigencias en tono apremiante y a la vez enojado, a juzgar por los gestos que le hacía a Temerario. Sun Kai, por el contrario, se mantenía apartado, mientras contemplaba a Laurence y Temerario con gesto más pensativo. Al fin, Barham se acercó a ellos con el ce?o fruncido. Era obvio que estaba usando la ira para refugiarse del miedo. Laurence había visto a menudo a hombres a los que les sucedía lo mismo en la víspera de la batalla.