—?Dónde está Granby? —preguntó—. Revista completa, caballeros. Equipo de combate pesado, enseguida.
Para entonces Temerario ya estaba sobre sus cabezas y descendiendo hacia el claro, y el resto del equipo llegó en tromba desde los barracones, vitoreando al dragón. A continuación, se produjo una estampida general hacia las armas y los correajes, un ajetreo que en el pasado a Laurence, acostumbrado como estaba al orden de la Armada, se le había antojado un caos, pero con el que se conseguía llevar a cabo la formidable tarea de tener preparado a un dragón entre prisas frenéticas.
Granby salió de los barracones en medio de aquel zafarrancho. Era un oficial joven y alto, desgarbado y de tez atezada, con el pelo oscuro y una piel blanca que se le solía quemar y pelar después de un día de vuelo, pero que por una vez, gracias a tantas semanas en tierra, estaba intacta. Había nacido y crecido como aviador, al contrario que Laurence, y al principio de conocerse habían tenido más de un roce. Como muchos otros aviadores, a Granby le había ofendido que un dragón de primera como Temerario hubiese sido reclamado por un oficial de la Marina, pero ese resentimiento no había sobrevivido a la primera vez que ambos entraron en acción, y Laurence nunca se había arrepentido de escogerle como primer teniente, pese a lo diferentes que eran sus formas de ser. Al principio, por respeto, Granby había intentando imitar los formalismos que para Laurence, criado como un gentilhombre, eran tan naturales como respirar; pero no habían arraigado en él. Como la mayoría de los aviadores, educado desde los siete a?os lejos de la alta sociedad, era proclive por naturaleza a una especie de cómoda libertad que un observador más severo habría tomado como libertinaje.
—?Laurence, cuánto me alegro de verle! —dijo ahora, acercándose para estrecharle la mano, sin ser consciente de que dirigirse a su oficial directo de esa forma era impropio y sin hacer el saludo militar. De hecho, estaba intentando a la vez enganchar la espada en el cinturón con una sola mano—. ?Es que han cambiado de opinión? No me esperaba que entraran en razón, pero seré el primero en pedir perdón a sus se?orías si han renunciado a esa idea de enviarlo a China.
—Me temo que no, John, pero ahora no tengo tiempo de explicárselo. Tenemos que poner a Temerario en el aire cuanto antes. La mitad del armamento habitual, y deje las bombas. La Armada no nos dará las gracias por hundir los barcos, y si realmente hace falta, Temerario puede provocar más da?os con sus rugidos.
—Tiene usted razón —dijo Granby, y corrió enseguida al otro lado del claro sin dejar de impartir órdenes. En ese momento ya traían el gran arnés de cuero a paso ligero, y Temerario estaba haciendo todo lo posible por ayudar, agachándose para que a los hombres les fuera más fácil ajustar a su espalda las gruesas correas que sustentaban el peso.
Después colocaron los paneles de cota de malla del pecho y el vientre casi con la misma rapidez.
—Sin ceremonias —dijo Laurence, y los tripulantes subieron a bordo en tropel, ocupando los puestos tan pronto como quedaban libres, sin preocuparse de seguir el orden habitual.
—Siento decir que nos faltan diez hombres —dijo Granby, volviendo a su lado—. A petición del almirante, envié a seis con la tripulación de Maximus. Los otros… —Granby vaciló.
—Sí —dijo Laurence, ahorrándole más palabras. Era natural que los hombres no estuvieran contentos por no participar en la acción, y los cuatro que faltaban debían de haberse largado para buscar en la botella o en los brazos de una mujer un consuelo mejor, o al menos más completo, del que se podía encontrar haciendo tareas repetitivas. Laurence estaba satisfecho de que hubieran sido tan pocos, y después no tenía la intención de comportarse como un tirano con ellos: en el momento presente, no tenía argumentos morales en los que apoyarse—. Nos las arreglaremos, pero dejemos que se enganchen al arnés si en el equipo de tierra hay voluntarios que sepan manejar la espada o la pistola y que no se mareen con las alturas.
él mismo se había cambiado la casaca por el largo chaquetón de cuero pesado que se usaba en combate, y ahora se estaba ajustando el arnés de fusilero. Empezó a escucharse un grave clamor formado por muchas voces, no demasiado lejano. Laurence alzó la mirada. Los dragones más peque?os ya habían alzado el vuelo. Reconoció a Dulcia y también el gris azulado de Nitidus, los miembros que ocupaban los extremos de su formación y que ahora estaban volando en círculos mientras esperaban a que despegaran los demás.
—Laurence, ?no estás listo todavía? Date prisa, por favor. Los demás ya están subiendo —le apremió Temerario, impaciente, estirando el cuello para ver. Sobre sus cabezas, los dragones de medio peso también estaban apareciendo a la vista.
Granby subió a bordo, junto con dos encargados de los arneses, Willoughby y Porter, dos hombres altos y jóvenes. Laurence esperó hasta ver que se enganchaban en las anillas del arnés y las aseguraban, y después dijo: