Temerario II - El Trono de Jade

—Todo listo. ?Comprueba la carga!

 

éste era un ritual del que no se podía prescindir sin poner en peligro la seguridad. Temerario se alzó sobre sus cuartos traseros y se sacudió para cerciorarse de que el arnés estaba seguro y todos los hombres convenientemente enganchados.

 

—Más fuerte —le dijo Laurence en tono severo. Temerario, en su impaciencia por despegar, no estaba siendo especialmente vigoroso.

 

Temerario soltó un bufido, pero obedeció. Nada se soltó ni cayó.

 

—Todo está bien. Ahora, por favor, sube a bordo —dijo el dragón, dejándose caer al suelo con un sordo retumbo y extendiendo la pata delantera al momento.

 

Laurence plantó el pie en la garra y se vio izado con ciertas prisas a su puesto habitual en la base del cuello de Temerario. No le importó en absoluto. Estaba contento y disfrutaba de todo: el satisfactorio chasquido de los mosquetones al cerrarse en su sitio, el tacto mantecoso de las cinchas de cuero aceitadas y con costura doble; y bajo él los músculos de Temerario, que ya estaban contrayéndose para el salto hacia las alturas.

 

De repente, Maximus apareció sobre los árboles, al norte de ellos. Tal como Roland le había informado, su cuerpo rojo y dorado era aún mayor que antes. Seguía siendo el único Cobre Regio destinado en el Canal y empeque?ecía a todas las demás criaturas que había a la vista, ensombreciendo con su masa una enorme franja del sol. Temerario rugió de alegría al verlo y saltó tras él, batiendo sus alas negras más rápido de la cuenta por la emoción.

 

—Con calma —le instó Laurence. Temerario asintió con la cabeza, pero aun así adelantó al otro dragón, que era más lento.

 

—?Maximus, Maximus! ?Mira, he vuelto! —le llamó Temerario al tiempo que trazaba un círculo para ocupar su puesto al lado del gran dragón. Después, ambos aletearon juntos hasta llegar a la altura de vuelo de la formación—. Me he llevado a Laurence de Londres —a?adió triunfante, en lo que a él debía de parecerle un susurro confidencial—. Pretendían arrestarle.

 

—?Es que ha matado a alguien? —preguntó Maximus, con una nota de interés en su voz grave y retumbante, y sin asomo de reproche—. Me alegro de que hayas vuelto. Mientras estabas fuera me han hecho volar en el centro, y todas las maniobras son diferentes —a?adió.

 

—No —respondió Temerario—. Sólo vino a hablar conmigo cuando un hombre viejo y gordo dijo que no debía hacerlo, lo que a mí no me parece razón suficiente.

 

—?Mejor será que hagas callar a ese dragón jacobino que tienes! —gritó Berkley desde la espalda de Maximus, mientras Laurence sacudía la cabeza desesperado, intentando no hacer caso de las miradas inquisitivas de sus jóvenes alféreces.

 

—Por favor, recuerda que estamos de servicio, Temerario —le dijo Laurence, intentando mostrarse severo, pero, al fin y al cabo, no tenía mucho sentido tratar de guardarlo en secreto. Seguramente las noticias llegarían a todas partes en una semana. Pronto se verían obligados a enfrentarse a la gravedad de su situación. Poco da?o podía hacer permitir que Temerario estuviese de buen humor el mayor tiempo posible.

 

—Laurence —le dijo Granby por encima del hombro—, con las prisas hemos puesto toda la munición en la izquierda, su sitio habitual, aunque no llevamos las bombas para equilibrar el peso. Deberíamos volver a estibar.

 

—?Puede usted hacerlo antes de que entremos en combate? ?Oh, Dios santo! —dijo Laurence al darse cuenta—. Ni siquiera conozco la posición del convoy. ?Y usted? —Granby negó con la cabeza, avergonzado. Laurence se tragó su orgullo y gritó—: Berkley, ?adónde vamos?

 

Entre los hombres montados en la espalda de Maximus se produjo una explosión de regocijo general. Berkley le contestó:

 

—?Derechos al infierno, ja, ja!

 

Hubo más risas, que casi ahogaron las coordenadas que Berkley le indicó gritando.

 

—Entonces son quince minutos de vuelo —Laurence estaba haciendo cálculos mentales en su cabeza—. Y deberíamos guardar al menos cinco de esos minutos por si acaso.

 

Granby asintió.