Temerario II - El Trono de Jade

Laurence la sostuvo por el codo para que no se cayera, y después siguieron paseando por las calles de Londres a un ritmo más reposado. Los andares masculinos de la capitana y las cicatrices de su cara le atrajeron bastantes miradas groseras, que Laurence devolvía cuando veía que algún transeúnte clavaba demasiado tiempo los ojos en Roland, aunque ella no les prestaba atención. No obstante, al reparar en la conducta de Laurence, la capitana le dijo:

 

—Estás de muy malas pulgas. No asustes a esas pobres chicas de ahí. ?Qué te han dicho esos tipos del Almirantazgo?

 

—Supongo que ya te habrás enterado de que ha llegado una embajada de China. Pretenden llevarse a Temerario, y el gobierno no se ha molestado en ponerles ninguna pega. Pero evidentemente él no quiere, y les ha dicho que se vayan todos al diablo, aunque ya llevan varias semanas insistiéndole en que se vaya —dijo Laurence. Mientras hablaba notó un intenso dolor, como si algo le oprimiera justo debajo del esternón. Podía imaginarse con bastante nitidez la imagen de Temerario en la vieja base de Londres, que estaba casi en ruinas porque llevaban cien a?os prácticamente sin usarla: solo, sin la compa?ía de Laurence ni de su tripulación, sin nadie que le leyera libros. De su propia especie no habría más que unas cuantas bestias peque?as, correos de paso que iban y venían en misiones de mensajería.

 

—Claro que no se irá —dijo Roland—. Es inconcebible que hayan llegado a creer que podrían convencerlo para que te abandonara. Deberían tener más idea de esas cosas. Siempre he oído que los chinos presumen de ser el no va más en la cría de dragones.

 

—Su príncipe no disimula nada que me tiene en muy baja estima, así que probablemente esperaba que Temerario compartiría la misma opinión y estaría encantado de volver a China —dijo Laurence—. En cualquier caso, se han cansado de intentar convencerlo. Por eso el miserable de Barham me ha ordenado que enga?e a Temerario y le diga que nos han asignado a Gibraltar: todo para montarle en una nave de transporte, llevarle a alta mar y dejar que se entere de lo que traman cuando ya esté demasiado lejos para volar de vuelta a tierra.

 

—?Qué canallada! —Roland le apretó el brazo hasta casi hacerle da?o—. ?Es que Powys no tiene nada que decir? No puedo creer que les haya permitido sugerirte algo así. Ya sé que los oficiales de la Marina no entienden esas cosas, pero Powys debería haberles explicado la situación.

 

—Tengo la impresión de que no puede hacer nada. No es más que un oficial de carrera, mientras que a Barham le ha nombrado el Ministerio —repuso Laurence—. Al menos, Powys me ha salvado de poner mi propio cuello en la horca: estaba tan furioso que he perdido el control, pero él me ha mandado fuera de la sala.

 

Habían llegado al Strand[1]. El aumento del tráfico hacía difícil la conversación, y tenían que prestar atención para evitar que les salpicara la nieve sucia y gris que se acumulaba en las cunetas y que saltaba al pavimento arrojada por las ruedas de las calesas y de los pesados carretones. Conforme amainaba su ira, Laurence se sentía cada vez más deprimido.

 

Desde el principio se había consolado a diario con la esperanza de que aquella separación terminaría pronto: o bien los chinos se darían cuenta de que Temerario no quería irse, o el Almirantazgo renunciaría a sus intentos de aplacarlos. Aun así le había parecido una sentencia muy cruel. Durante los meses transcurridos desde que Temerario salió del huevo, no habían estado separados ni un día entero, y ahora Laurence no sabía qué hacer con su tiempo ni cómo rellenar las horas. Pero incluso aquellas dos largas semanas no eran nada comparadas con la espantosa certeza de que acababa de perder todas sus opciones. Los chinos no pensaban ceder y el Ministerio acabaría encontrando alguna forma de enviar a Temerario a Oriente: era evidente que no tenían el menor reparo en contarle una sarta de mentiras si con ello conseguían sus propósitos. Lo más probable era que Barham no le permitiera ver más a Temerario, ni siquiera para darle un último adiós.