—Oh, eso tiene arreglo —y pidió que trajeran tinta y pincel. Los criados ya estaban retirando la sopa, y en aquel momento había sitio libre en la mesa. Todos los que estaban cerca se inclinaron hacia delante para mirar, los chinos por curiosidad y los ingleses en defensa propia: había otro plato esperando entre bastidores, y nadie salvo los cocineros tenía prisa por que llegara.
Con la sensación de que estaba recibiendo un castigo excesivo por su instante de vanidad, Laurence se vio obligado a trazar un cuadro genealógico en un largo rollo de papel de arroz ante las miradas de todos. A la dificultad de escribir el alfabeto latino con un pincel se a?adía la de recordar las diversas ramas familiares: tuvo que dejar varios nombres en blanco y marcarlos con interrogantes hasta que por fin llegó a Eduardo III tras varios recodos y un salto sobre la línea sálica. El resultado no decía mucho a favor de su caligrafía, pero los chinos se lo pasaron de uno a otro y lo discutieron entre ellos con vehemencia, aunque su escritura debía de tener tan poco sentido para ellos como los caracteres chinos para él. El propio Yongxing se quedó mirándolo largo rato, aunque su semblante siguió sin revelar la menor emoción; mientras que Sun Kai, a quien se lo pasaron en último lugar, lo enrolló con un gesto de intensa satisfacción y se lo guardó, al parecer para mantenerlo en lugar seguro.
Gracias a Dios, aquello dio por zanjada la cuestión, pero ya no había más pretextos para demorar el plato siguiente: los camareros trajeron los pollos sacrificados, ocho a la vez, servidos en grandes bandejas y humeando en medio de una salsa picante y rica en licor. Tras ponerlas en la mesa, los sirvientes los cortaron en pedacitos usando con gran destreza cuchillos de carnicero y Laurence, más bien desmoralizado, tuvo que dejar que le llenaran el plato una vez más. La carne estaba deliciosa, tierna y jugosa, pero comerla era casi un castigo, y ni siquiera fue el final de la cena. Cuando se llevaron el pollo, del que había sobrado una gran cantidad, trajeron un pescado entero frito en la pingüe manteca del cerdo salado de los marineros. Lo más que consiguieron los comensales fue picotear un poco, al igual que pasó con los dulces que vinieron después: torta de semillas y pastelillos pegajosos de masa hervida en almíbar y rellena con una espesa pasta roja. Los camareros insistieron en ofrecérselo a los oficiales más jóvenes, y se pudo oír cómo la pobre Roland se lamentaba:
—?No me lo puedo comer ma?ana?
Cuando por fin les permitieron escapar, a unas diez personas las tuvieron que levantar sus compa?eros de asiento para después ayudarlas a salir del camarote. Los que aún eran capaces de caminar solos salieron corriendo hacia la cubierta, y una vez allí se apoyaron en la regala adoptando actitudes de presunta fascinación por el panorama, cuando en realidad estaban esperando turno para las letrinas que había abajo. Laurence no sintió ningún prurito en utilizar sus instalaciones privadas, y después se subió casi a pulso para sentarse con Temerario, mientras su cabeza protestaba casi tanto como su estómago.
Se sorprendió al ver que una delegación de criados chinos estaba agasajando también a Temerario. Le habían preparado los manjares favoritos de los dragones de su propio país: tripas de vaca rellenas con su propio hígado y sus pulmones picados y mezclados con especias, de tal manera que parecían salchichas gigantes; también un pernil ligeramente chamuscado y ali?ado con lo que parecía ser la misma salsa picante que les habían servido a sus invitados humanos. Su plato de pescado fue la carne color granate de un enorme atún, cortada en gruesas rodajas y cubierta por delicadas capas de tallarines amarillos. Después de esto, los criados le trajeron con gran ceremonia una oveja entera; la habían cocinado como carne picada y la habían envuelto en su propia piel te?ida de carmesí oscuro, y le habían puesto palos a modo de patas.
Temerario probó este plato y dijo, sorprendido:
—?Vaya, está dulce! —después pidió a los criados algo en su chino natal. Ellos le respondieron entre reverencias y Temerario asintió; después se comió el interior de la oveja con toda finura, dejando aparte la piel y las patas de madera—. Son sólo de adorno —le explicó a Laurence, al tiempo que se recostaba con un suspiro de honda satisfacción. Era el único comensal que se sentía tan a gusto. Desde la cubierta inferior podía oírse el sonido apagado de unas arcadas: un guardiamarina veterano sufría las consecuencias de su glotonería—. Me han dicho que en China los dragones hacen como las personas y no se comen la piel.
—Bueno, sólo espero que con tantas especias no hagas mal la digestión —dijo Laurence, y se arrepintió al instante, pues reconoció en sí mismo celos al ver que Temerario disfrutaba de algunas costumbres chinas, y no le gustó. Fue desdichadamente consciente de que nunca se le había ocurrido ofrecerle a Temerario platos cocinados, ni un surtido de comida variada, fuera de la diferencia entre carne y pescado; ni siquiera para ocasiones especiales.