Temerario II - El Trono de Jade

—James, ?tienes idea de quién va a formar el nuevo gobierno? —dijo luego, preguntándose qué consecuencias tendría para él mismo y para Temerario si el nuevo ministro pensaba que había que tratar a China de una forma distinta, más conciliadora o bien más beligerante.

 

—No, partí de allí antes de que nos llegaran noticias —dijo James—. Te prometo que si cuando vuelva ha cambiado algo, haré todo lo que pueda para llevaros información a Ciudad del Cabo, pero —a?adió— normalmente nos envían aquí abajo menos de una vez cada seis meses, así que yo no contaría con ello. Aquí los sitios de aterrizaje son demasiado inseguros y varios correos que trataban de volar sobre tierra o que simplemente pasaban una noche en la orilla se han perdido sin dejar rastro.

 

James partió a la ma?ana siguiente, y siguió despidiéndose con la mano a lomos de Volly hasta que el peque?o dragón gris y blanco desapareció del todo tras unos jirones de nubes bajas. Laurence había tenido tiempo de redactar una breve respuesta para Harcourt, así como de a?adir unos apéndices a las cartas para su madre y para Jane que ya tenía empezadas, y el correo se las llevó todas. Casi con seguridad, eran las últimas noticias que recibirían de él en varios meses.

 

Apenas tuvo tiempo para la melancolía: enseguida reclamaron su presencia bajo cubierta para consultar con Liu Bao el sustituto apropiado para el órgano de cierta especie de mono que solía utilizarse en determinado plato. Cuando Laurence sugirió ri?ones de cordero, solicitaron su ayuda para otra tarea, y el resto de la semana transcurrió entre preparativos cada vez más frenéticos. La cocina funcionaba día y noche a todo vapor, hasta que llegó a hacer tanto calor en la cubierta de dragones que incluso a Temerario le pareció algo excesivo. Los sirvientes chinos se dedicaron también a limpiar el barco de plagas, una tarea desesperada en la que sin embargo se volcaron con tesón. Algunos días subían a cubierta hasta cinco o seis veces para tirar los cadáveres de las ratas por la borda, mientras los guardiamarinas los miraban indignados, ya que en las últimas etapas de un viaje los roedores solían convertirse en parte de su dieta.

 

Laurence no tenía la menor idea de lo que podía deparar aquella ocasión, pero tuvo la precaución de vestirse con especial ceremonia, e incluso tomó prestado a Jethson, el camarero de Riley, para que le hiciera de ayuda de cámara. Se puso su mejor camisa, almidonada y planchada, medias de seda, calzas hasta la rodilla en vez de pantalones y botas de cuero a las que había sacado brillo. También la medalla de oro del Nilo, donde había servido como teniente, sobre un gran lazo azul, y la insignia de plata que habían concedido recientemente a los capitanes de la batalla de Dover.

 

Se alegró de haberse tomado tantas molestias en cuanto entró en los aposentos de los chinos. Cuando atravesó la puerta, tuvo que agacharse bajo un pesado telón rojo; la estancia estaba adornada con cortinas tan lujosas que, de no ser por el balanceo constante de la nave bajo sus pies, habría parecido un pabellón erigido en tierra firme. En la mesa había piezas de porcelana fina, cada una de un color diferente, y muchas de ellas con cantos de plata y de oro, y los palillos lacados con los que Laurence había tenido pesadillas toda la semana estaban delante de cada asiento.

 

Yongxing ya ocupaba su puesto, presidiendo la mesa en pose majestuosa y vestido con su ropa más elegante, una túnica de seda dorada con dragones bordados en azul y en negro. Laurence se sentó lo bastante cerca para ver que los ojos y las garras de los dragones eran peque?os fragmentos de piedras preciosas; y en el centro, cubriendo el pecho, había un solo dragón mayor que el resto, bordado en pura seda blanca, con rubíes en los ojos y cinco garras extendidas en cada pata.

 

De algún modo se las arreglaron para entrar todos, hasta los más peque?os, Roland y Dyer. Los oficiales más jóvenes se apretujaban juntos en una mesa separada, con las mejillas brillantes y sonrosadas de calor. Los camareros sirvieron vino directamente a todos los comensales sentados, mientras que otros vinieron desde la cocina con grandes bandejas que pusieron a lo largo de las mesas: carnes frías y cortadas en lonchas, mezcladas con un surtido de nueces amarillas, cerezas en conserva y gambas con las cabezas y las patas delanteras intactas.