—?Quieres mandar algún recado? Voy a bajar a escribir las respuestas para que las lleve James. Me temo que va a ser la última ocasión que tengamos en mucho tiempo de enviar cartas mediante un dragón mensajero, ya que los nuestros no llegan hasta el Lejano Oriente a no ser que se trate de un asunto muy urgente.
—Diles sólo que les mando recuerdos —contestó Temerario—. Y cuéntales a la capitana Harcourt y también al almirante Lenton que yo no estaba robando en absoluto. Ah, y háblales a Maximus y a Lily de ese poema escrito por un dragón: era muy interesante, y a lo mejor les gusta oírlo. Y diles también que he aprendido a subir al barco trepando, y que hemos cruzado el ecuador, y háblales de Neptuno y de Badger Bag.
—?Basta, basta! Me vas a hacer escribir una novela —dijo Laurence, levantándose con agilidad. Por suerte, su pierna se había curado por fin y ya no tenía que cojear por la cubierta como un anciano. Acarició a Temerario y le preguntó—: ?Quieres que vengamos a sentarnos contigo mientras nos tomamos el oporto?
Temerario ronroneó y le dio un cari?oso topetazo con la nariz.
—Gracias, Laurence. Será un placer, y además me gustaría que James me contara noticias de los otros, aparte de las que traen tus cartas.
Tras terminar de redactar sus respuestas cuando dieron las tres, Laurence y sus invitados cenaron más cómodos de lo habitual. Normalmente, Laurence mantenía la etiqueta y Granby y sus oficiales seguían su ejemplo, mientras que Riley y sus subordinados lo hacían por propia iniciativa y siguiendo las costumbres de la Armada: todos ellos se asfixiaban de calor en cada comida bajo chaquetas de grueso pa?o y pa?uelos perfectamente anudados, pero James tenía el desprecio por las convenciones de un aviador nato junto con la confianza en sí mismo de un hombre que llevaba siendo capitán desde los catorce a?os, aunque fuera tan sólo de un dragón correo individual. Sin apenas pausa, se quitó la chaqueta nada más bajar, diciendo:
—?Santo Dios, qué cerrado está esto! No sé cómo puedes respirar, Laurence.
El interpelado no lamentó seguir su ejemplo, cosa que habría hecho a pesar de todo para evitar que se sintiera fuera de lugar. Granby fue el siguiente, y tras una breve sorpresa, Riley y Hammond les imitaron, pero Lord Purbeck se quedó con la casaca puesta y una clara mirada de desaprobación. La cena fue bastante animada; aunque, a petición de Laurence, James se reservó sus propias noticias hasta que estuvieron cómodamente instalados en la cubierta de dragones con sus puros y su oporto, donde Temerario podía oírles y de paso proporcionaba con su cuerpo un baluarte contra los oídos indiscretos del resto de la tripulación. Laurence envió a los aviadores al castillo de proa; el único que quedó allí arriba fue Sun Kai, que como era costumbre en él estaba tomando el aire en su rincón reservado de la cubierta de dragones, lo bastante cerca para escuchar lo que de todas formas debía de sonar bastante ininteligible para él.
James tenía mucho que contarles sobre los movimientos de las formaciones. Casi todos los dragones de la división del Mediterráneo habían sido reasignados al Canal: Laetificat, Excursius y sus respectivas escuadrillas debían ofrecer una protección casi impenetrable en el caso de que Bonaparte, envalentonado por su éxito en el Continente, intentara otra invasión aérea.
—Pero con todos esos cambios no quedan demasiadas fuerzas para detenerlos si intentan atacar Gibraltar —concluyó Riley—, y tenemos que mantener vigilancia estrecha sobre Toulon. Puede que hayamos hecho veinte presas en Trafalgar, pero ahora Bonaparte tiene a su disposición todos los bosques de Europa y puede construir más barcos. Espero que el Ministerio lo tenga en cuenta.
—?Diablos! —exclamó James, incorporándose en la silla con un golpetazo; hasta ese momento tenía la silla inclinada en un equilibrio más bien precario, mientras apoyaba los pies en la regala—. Soy un asno. Supongo que no sabrán nada del se?or Pitt.
—?No seguirá enfermo? —preguntó Hammond, intranquilo.
—No, enfermo no —respondió James—. Muerto desde hace más de quince días. Las noticias le mataron, según dicen. Se metió en la cama al enterarse del armisticio y nunca volvió a salir de ella.
—Que Dios acoja su alma —dijo Riley.
—Amén —a?adió Laurence, conmocionado. Pitt no era un hombre viejo; de hecho, era más joven que su padre.
—?Quién es el se?or Pitt? —preguntó Temerario, y Laurence le explicó en qué consistía el puesto de primer ministro.