Temerario II - El Trono de Jade

No hubo gritos ni cánticos cuando levaron el ancla, y la operación tardó más tiempo de lo habitual. Aun así, el contramaestre, que solía ser expeditivo ante cualquier signo de holgazanería, no usó el bastón contra nadie. El día volvía a ser húmedo y pegajoso, y tan caluroso que la brea se derretía y caía de las jarcias en grandes goterones, algunos de los cuales acababan aterrizando sobre la piel de Temerario, para disgusto del dragón. Laurence ordenó a los mensajeros y alféreces que vigilaran provistos de cubos y trapos para limpiarle tan pronto como le caían encima las gotas de alquitrán, y al final de la jornada también ellos estaban exhaustos y sucios.

 

El día siguiente fue más de lo mismo, y también los otros tres que le siguieron. A babor la costa era una jungla enmara?ada e impenetrable, rota tan sólo por acantilados y deslizamientos de rocas. Debían permanecer atentos en todo momento para mantener el barco a una distancia segura y en aguas profundas, ya que tan cerca de tierra firme los vientos eran extra?os y variables. Los hombres llevaban a cabo sus tareas en silencio y con gesto adusto bajo el calor del día: las malas noticias sobre Austerlitz ya se habían propagado entre ellos.

 

 

 

 

 

Capítulo 8

 

 

Blythe al fin salió de la enfermería, tras perder mucho peso, y pasaba la mayor parte del tiempo sentado y dormitando en un sillón en cubierta. Martin se mostraba especialmente solícito por su comodidad, y en cuanto alguien se atrevía a rozar el toldo que le habían montado encima no tardaba en echarle la bronca. Apenas tosía le ponía un vaso de grog en la mano, y si hacía un comentario sobre el tiempo le ofrecía una alfombra, un hule y un trapo frío para ver qué le convenía más.

 

—Siento que se lo haya tomado tan a pecho, se?or —le dijo Blythe a Laurence, impotente—. No creo que ninguna persona con sangre en las venas hubiera aguantado mucho tiempo las provocaciones de los marineros, y no fue culpa suya, estoy seguro. Me gustaría que no se lo hubiera tomado así.

 

A los marineros no les hacía gracia ver que el infractor recibía tantos cuidados, y a modo de respuesta hacían lo mismo con su compa?ero Reynolds, que ya era propenso a darse aires de mártir. En circunstancias ordinarias no era más que un marino del montón, y el nuevo grado de respeto que le estaban demostrando sus camaradas se le subió a la cabeza. Se pavoneaba por cubierta como un gallito, dando órdenes innecesarias tan sólo por el placer de ver cómo las obedecían haciéndole reverencias, inclinando la cabeza y hasta agitando el flequillo. Ni siquiera Purbeck y Riley se molestaban en refrenarle.

 

Laurence había albergado la esperanza de que al menos el desastre compartido de Austerlitz mitigara la hostilidad entre marineros y aviadores, pero aquel despliegue mantenía los ánimos encrespados en ambos bandos. La Allegiance se estaba acercando ya a la línea del ecuador, y Laurence creyó necesario hacer preparativos especiales para organizar la tradicional ceremonia del paso. De los aviadores, más de la mitad no lo habían cruzado nunca y, tal como estaban los ánimos, si les daban permiso a los marineros para empaparlos y afeitarlos, Laurence no creía que se pudiera mantener el orden. Lo consultó con Riley, y llegaron al acuerdo de que éste ofrecería un diezmo general en nombre de sus hombres, tres toneles de ron que había tenido la precaución de adquirir en Costa del Cabo; los aviadores quedarían todos excusados.

 

Los marineros estaban contrariados por aquel cambio en sus tradiciones, y algunos llegaron al extremo de decir que le acarrearía mala suerte a la nave. Sin duda, muchos de ellos esperaban en privado la oportunidad de humillar a sus rivales. Como resultado, cuando por fin cruzaron el ecuador y celebraron la procesión habitual a bordo, fue más bien tranquila y poco animada. Al menos Temerario se entretuvo, aunque Laurence tuvo que hacerle callar cuando dijo en tono bien audible:

 

—Pero Laurence, ése no es Neptuno, es Griggs. Y Anfítrite es Boyne.

 

Temerario había reconocido a los marineros bajo sus andrajosos disfraces, ya que no se habían tomado demasiadas molestias para que fuesen convincentes. Su comentario produjo entre los tripulantes un ataque de hilaridad apenas reprimido, y el hombre que hacía de Badger Bag (Leddowes, el aprendiz del carpintero, apenas reconocible bajo la fregona que usaba como peluca de juez) tuvo un arrebato de inspiración y declaró que en esta ocasión todos aquellos a los que se les escapara la carcajada se convertirían en víctimas de Neptuno. Laurence le hizo a Riley un rápido gesto con la barbilla, y le dieron mano libre a Leddowes entre marineros y aviadores. Pillaron a unos cuantos de cada bando, mientras el resto aplaudía, y para celebrar la ocasión Riley proclamó:

 

—?Una ración extra de grog para todos gracias al tributo pagado por la tripulación del capitán Laurence!