Temerario II - El Trono de Jade

—Me consta —dijo Laurence. Estaba aún más sorprendido de que Hammond lo supiera, dados sus esfuerzos continuos por establecer buenas relaciones.

 

—Nuestras posibilidades de ganarnos al propio príncipe Yongxing son muy peque?as, aunque espero que hagamos algún avance —dijo Hammond—, pero es muy alentador descubrir que en esta fase ya está tan ansioso por obtener su colaboración. Es evidente que desea llegar a China con hechos consumados, y la única razón debe de ser que sospecha que es posible convencer al emperador para que nos conceda unos términos aún menos satisfactorios para él.

 

?él no es el heredero del trono —a?adió Hammond, viendo que Laurence tenía dudas—. El emperador tiene tres hijos, y el mayor, Mianning, ya es adulto y supuestamente es el príncipe heredero. Eso no quiere decir que el príncipe Yongxing no tenga influencias; de lo contrario, no le habrían dado tanta autonomía como para enviarle a Inglaterra. Pero este intento por su parte me hace pensar que puede haber más esperanzas de las que creíamos. Si al menos… —aquí se desanimó de repente y se dejó caer en la silla sin hacer caso a los mapas—… si al menos los franceses no hubieran ganado influencia ya entre las mentes más liberales de la corte… —terminó en voz baja—. Pero me temo que eso explicaría muchas cosas; en particular por qué les dieron aquel huevo. Me juego el cuello.

 

?Sospecho que ellos se las han arreglado para insinuarse ante los chinos. Entretanto, nosotros, desde que expulsaron a Lord Macartney, hemos estado sentados felicitándonos por nuestra preciosa dignidad y sin efectuar ningún intento real de restablecer las relaciones con ellos.

 

Laurence se sintió casi tan culpable y disgustado como antes. Era bien consciente de que su negativa no había obedecido a argumentos tan racionales y admirables, sino que había sido un acto completamente reflejo. Desde luego, nunca accedería a mentirle a Temerario ni a abandonarlo en una situación desagradable o cruel, pero Hammond podía presentarle otras demandas más difíciles de rechazar. Si les ordenaban separarse para asegurar un tratado realmente ventajoso, el deber de Laurence le exigiría no sólo hacerlo, sino además convencer a Temerario para que obedeciera, aunque fuese contra su voluntad. Hasta el momento se había consolado con la creencia de que los chinos no iban a ofrecerles unas condiciones satisfactorias, pero ahora le habían despojado de esta reconfortante ilusión, y el dolor de su separación se cernía cada vez más cercano con cada milla de mar que avanzaban.

 

Dos días después salieron de Costa del Cabo, para alivio de Laurence. La misma ma?ana de su partida habían traído de tierra adentro una partida de esclavos a los que habían encerrado en unos calabozos provisionales a la vista de la nave. Después tuvieron que presenciar una escena aún más espantosa, ya que los esclavos todavía no estaban agotados por un largo confinamiento ni se habían resignado a su destino, y cuando las puertas del sótano se abrieron para recibirlos como la boca de una tumba, algunos de los hombres más jóvenes se rebelaron.

 

Evidentemente, durante el camino hasta allí habían encontrado algún modo de soltarse. Dos de los guardias cayeron al momento, golpeados por las propias cadenas con las que habían aherrojado a los esclavos, y los demás empezaron a retroceder y a disparar indiscriminadamente, llevados por el pánico. Un pelotón de guardias acudió corriendo desde sus puestos y se a?adió a la reyerta.

 

Fue un intento desesperado, aunque valiente, y la mayor parte de los hombres que se habían soltado de las cadenas huyó buscando la libertad cada uno por su cuenta. Algunos corrieron hacia la playa y otros hacia la ciudad. Los guardias consiguieron reunir de nuevo a los esclavos que seguían encadenados y empezaron a disparar contra los que se escapaban. Mataron a la mayoría antes de que pudieran perderse de vista. Inmediatamente después organizaron grupos de búsqueda para encontrar a los demás, a los que delataban su desnudez y las marcas de las cadenas. El camino polvoriento que llevaba a las mazmorras estaba enfangado de sangre, y los cadáveres se api?aban terriblemente quietos entre los supervivientes. Muchas mujeres y muchos ni?os habían muerto en la acción. Los negreros ya estaban obligando a bajar al sótano a los esclavos que seguían con vida, aunque algunos de éstos tuvieron que quedarse a quitar los cadáveres de en medio. Habían pasado menos de quince minutos.