Temerario II - El Trono de Jade

Las olas barrían el puente en rápida sucesión. Laurence se movía a ciegas de una soga hasta la siguiente, y sus manos encontraban agarraderos sin que él las dirigiera de forma consciente.

 

Los nudos, empapados y apretados por los tirones de Temerario, se resistían testarudos. Laurence sólo podía trabajar con ellos cuando los cabos dejaban de estar tirantes en los breves intervalos entre ola y ola, y cada centímetro ganado suponía un duro esfuerzo. La única ayuda que el dragón podía brindarle era mantenerse lo más pegado al suelo posible; aparte de eso, toda su atención se concentraba en seguir donde estaba.

 

Laurence no podía ver a nadie en la cubierta, ya que la espuma le nublaba la visión. No había nada sólido en el mundo salvo las sogas que le quemaban las manos y los rechonchos postes de hierro. El cuerpo de Temerario se adivinaba como una porción de aire ligeramente más oscura. Sonaron dos campanadas en el primer turno de la guardia de cuartillo[4]; en algún lugar detrás de las nubes el sol se estaba poniendo. Por el rabillo del ojo Laurence vio una sombra acercándose. Un instante después, Leddowes se arrodillaba a su lado para ayudarle con las sogas. Leddowes tiraba mientras Laurence aseguraba los nudos, y cuando las olas venían se agarraban el uno al otro y a los postes de hierro, hasta que por fin sintieron bajo sus dedos el metal de las cadenas: habían conseguido tensar la cuerda.

 

Era casi imposible hablar sobre el ulular de la tempestad. Laurence se limitó a se?alar hacia el segundo poste de babor, Leddowes asintió y se dirigieron hacia él. Laurence iba el primero, caminando junto a la regala. Era más fácil trepar sobre los grandes ca?ones que mantener el equilibrio en el centro de la cubierta. Una ola pasó sobre ellos y les dio un respiro; Laurence estaba a punto de soltarse de la borda para gatear por encima de la primera carronada cuando Leddowes gritó.

 

Laurence se giró, vio algo oscuro que se acercaba a su cabeza y extendió instintivamente una mano para protegerse. Su brazo recibió un golpe terrible, como si le hubieran dado con un atizador. Mientras caía, logró agarrarse al cabo que sujetaba la carronada a su cure?a. Sólo tuvo la confusa visión de otra sombra que se movía sobre él, y Leddowes, aterrorizado y con los ojos muy abiertos, se apartó de él levantando ambas manos. Una ola se estrelló contra el costado de la nave y Leddowes desapareció de repente.

 

Laurence se aferró al ca?ón, tragó agua salada y empezó a tirar patadas a ciegas, aunque sus botas, llenas de agua, pesaban como piedras. Se le había soltado el pelo; echó la cabeza atrás para apartárselo de los ojos y con la mano libre consiguió interceptar la palanca que descendía hacia él. Tras ella reconoció con asombro el rostro blanco de Feng Li, que estaba aterrorizado y desesperado. El chino tiró de la barra para intentar otro golpe, y ambos forcejearon de un lado a otro, Laurence medio desparrancado en la cubierta con los talones de sus botas patinando sobre los tablones mojados.

 

El viento, el tercer contendiente en aquella batalla, trataba de separarlos y al final fue el vencedor: la palanca resbaló de los dedos de Laurence, que estaban dormidos por culpa de la cuerda. Feng Li, aún en pie, retrocedió tambaleándose y con las manos extendidas a ambos lados como si diera un abrazo al viento: éste, complaciente, lo levantó sobre la borda y lo lanzó hacia las aguas efervescentes, donde desapareció sin dejar rastro.

 

Laurence se puso en pie y se asomó sobre la regala: no había se?al de Feng Li ni de Leddowes. Ni siquiera podía ver la superficie del agua por las grandes nubes de bruma y niebla que se alzaban de entre las olas. Nadie más había visto su breve lucha. A sus espaldas, la campana repicó de nuevo para otra vuelta del reloj de arena.