Temerario II - El Trono de Jade

El ambiente en el camarote era cálido y sofocante, incluso con todas las ventanas abiertas, y no estaba precisamente calculado para mejorar el temperamento de Laurence. Martin estaba paseando agitado de un lado a otro de la cabina; se le veía desali?ado, con un traje barato de verano, una barba de dos días en la cara (que ahora se veía colorada) y el pelo demasiado largo y caído sobre los ojos. No se dio cuenta del alcance real de la cólera de Laurence, sino que rompió a hablar en el mismo momento en que el capitán entró:

 

—Lo siento mucho. Ha sido mi culpa. No debería haber abierto el pico —dijo, mientras Laurence cojeaba hasta su asiento y se desplomaba sobre él—. No puede usted castigar a Blythe, Laurence.

 

El capitán había llegado a acostumbrarse a la informalidad de los aviadores, y normalmente no se habría opuesto a que alguien, de pasada, se tomara una libertad como ésa, pero que Martin se lo permitiera dadas las circunstancias era algo tan flagrante que Laurence se enderezó en la silla y le miró fijamente, con la indignación pintada en el rostro. Martin palideció bajo su piel pecosa, tragó saliva y se apresuró a a?adir:

 

—Quiero decir, capitán, se?or.

 

—Haré lo que deba para mantener el orden entre mis tripulantes, se?or Martin, y al parecer hay que hacer más de lo que yo creía necesario —dijo él, esforzándose por moderar el volumen de su voz. Estaba realmente furioso—. Va a contarme ahora mismo lo que ha pasado.

 

—Yo no quería —se excusó Martin, apocado—. Ese tío, Reynolds, lleva haciendo comentarios toda la semana, y Ferris nos recomendó que no le hiciéramos caso, pero cuando he pasado a su lado ha dicho…

 

—No me interesan sus batallitas —le interrumpió Laurence—. ?Qué hizo usted?

 

—Oh… —repuso Martin, sonrojándose—. Yo sólo dije… Bueno, le respondí algo que preferiría no repetir, y entonces él… —Martin se detuvo. Parecía no saber demasiado bien cómo terminar la historia sin que pareciese que acusaba otra vez a Reynolds, y terminó sin convicción—: En cualquier caso, se?or, estaba a punto de retarme a duelo, y fue entonces cuando Blythe le derribó de un pu?etazo. Lo hizo sólo porque sabía que yo no podía batirme, y no quería ver cómo me negaba a ello delante de los marineros. De verdad, se?or, es culpa mía y no suya.

 

—En eso no le llevaré la contraria —espetó Laurence en tono brutal y, en su cólera, se alegró al ver cómo Martin agachaba los hombros como si le hubieran golpeado—. Y cuando tenga que ordenar que azoten a Blythe el domingo por agredir a un oficial, espero que recuerde bien que él estará pagando porque usted no ha sabido controlarse a sí mismo. Puede retirarse. Se quedará confinado bajo cubierta y en su camarote durante toda esta semana, salvo cuando llamen a los infractores.

 

Los labios de Martin se movieron, pero su ?Sí, se?or? apenas se escuchó, y cuando salió de la estancia lo hizo casi tambaleándose. Laurence se quedó sentado en la silla y respirando con dificultad, casi jadeante en aquella atmósfera cargada. Poco a poco la ira le abandonó, a pesar de sus esfuerzos, y dejó lugar a una opresión más lacerante y pesada. Blythe no sólo había salvado el buen nombre de Martin, sino también el de los aviadores en su conjunto: si Martin hubiese rechazado abiertamente un desafío pronunciado delante de toda la tripulación, aquello habría mancillado la reputación de todos, sin importar que el reglamento de la Fuerza Aérea prohibiera de manera expresa batirse en duelo.

 

Y sin embargo no podía ser indulgente en aquel asunto. Blythe había golpeado a un oficial delante de testigos, y él debía condenarle a un castigo lo bastante severo como para satisfacer a los marineros, y de paso conseguir que todos se abstuvieran en el futuro de ese tipo de bromas. Además, la sentencia la ejecutaría el ayudante del contramaestre, un marinero, que no iba a perder la ocasión de tratar con dureza a un aviador, sobre todo por una ofensa como aquélla.

 

Tendría que ir a hablar con Blythe, pero antes de que llegara a levantarse, alguien llamó a la puerta y entró. Era Riley. Venía sin sonreír, vestido con la casaca, con el sombrero bajo el brazo y el nudo de la corbata recién hecho.

 

 

 

 

 

Capítulo 7