Se acercaron a Costa del Cabo una semana después con una atmósfera de resentimiento instalada y viva entre ellos, tan palpable como el calor. Blythe se había puesto enfermo tras la brutal flagelación y aún yacía casi sin sentido en la enfermería. Los demás miembros del equipo de tierra estaban haciendo turnos para sentarse a su lado, abanicar los verdugones de su espalda y convencerle de que bebiera agua. Como ya habían comprobado hasta dónde llegaba el temperamento de Laurence, no expresaban su rencor contra los marineros ni en palabras ni en acciones directas, sino en miradas hura?as y amenazadoras, murmuraciones y abruptos silencios cada vez que se acercaba un miembro de la tripulación del barco.
Laurence no había cenado en la sala grande desde el incidente. Riley se había ofendido por el hecho de que reprendiera a Purbeck en la cubierta, y por su parte Laurence se había enfadado cuando Riley se negó a ser más flexible y dejó claro que no estaba satisfecho con la docena de latigazos, que era lo máximo a lo que Laurence quería sentenciar a Blythe. En el calor de la discusión, Laurence había dejado caer alguna indirecta sobre lo poco que le gustaba ir al puerto esclavista, Riley se había ofendido por alusiones y, aunque no habían llegado a gritarse, su relación ahora era de una fría formalidad.
Pero lo peor de todo era que Temerario estaba muy deprimido. Había perdonado a Laurence su minuto de dureza y había acabado comprendiendo que era necesario castigar aquella ofensa de alguna manera. Pero cuando llegó el momento de llevar a cabo el castigo real, no se resignó en absoluto, y cuando Blythe empezó a chillar al final de la flagelación, él no dejó de gru?ir salvajemente. Al menos eso produjo algún bien: Hingley, el aprendiz del contramaestre, que se había puesto a manejar el látigo con más entusiasmo del habitual, se asustó y los dos últimos golpes fueron más suaves, pero el da?o ya estaba hecho.
Desde entonces Temerario estaba triste y silencioso, se limitaba a contestar únicamente con monosílabos y no comía bien. Los marineros, por su parte, estaban tan descontentos con la levedad de la sentencia como los aviadores con su brutalidad. El pobre Martin, que como castigo tenía que curtir pieles con el encargado de los arneses, se sentía más atormentado por la culpa que por la pena y pasaba todos sus ratos libres junto al lecho de Blythe. La única persona satisfecha con la situación era Yongxing, que aprovechó la oportunidad para mantener conversaciones más largas con Temerario en chino; eran privadas, ya que el dragón no hacía ningún esfuerzo por incluir a Laurence en ellas.
No obstante, Yongxing pareció menos complacido a la conclusión de su última charla con Temerario, cuando éste siseó, desplegó la gorguera y prácticamente derribó a Laurence al enroscarse a su alrededor en gesto posesivo.
—?Qué te ha dicho? —le preguntó Laurence, tratando en vano de asomarse por encima de los enormes costados negros que le rodeaban. Las constantes injerencias de Yongxing le producían una terrible irritación y estaba a punto de perder la paciencia.
—Me ha estado hablando de China y de cómo funcionan allí las cosas para los dragones —contestó Temerario, evasivo, por lo que Laurence sospechó que la situación que le habían descrito le gustaba—. Pero después me ha dicho que debería tener un compa?ero más digno que tú y que te van a despedir.
Cuando lo convenció al fin de que se desenroscara, Yongxing se había ido ?encendido de rabia?, según informó Ferris con un regocijo poco apropiado para un teniente, pero Laurence no estaba nada contento.
—No voy a dejar que angustien a Temerario de esta manera —le dijo enojado a Hammond mientras trataba en vano de convencerle para que le llevara un mensaje muy poco diplomático al príncipe.
—Está siendo usted muy estrecho de miras con este asunto —le dijo Hammond, lo que enojó a Laurence aún más—. Si durante el transcurso de este viaje se puede convencer al príncipe Yongxing de que Temerario no va a querer separarse de usted, mejor para nosotros; así estarán más dispuestos a negociar cuando lleguemos por fin a China —hizo una pausa y preguntó con una expectación que terminó de enfurecer a Laurence—: ?Está usted seguro de que no querrá?
Esa misma noche, al oír el relato de la conversación, Granby dijo:
—Yo digo que aprovechemos una noche oscura, echemos a Hammond y a Yongxing por la borda, y adiós —aquello expresaba los pensamientos privados de Laurence con una franqueza que él mismo no se podía permitir. Sin ninguna consideración por los modales, Granby estaba hablando entre bocado y bocado, mientras daba cuenta de una cena ligera: sopa, queso tostado, patatas fritas con cebollas en manteca de cerdo, un pollo asado entero y un pastel de carne picada. Por fin le habían dado el alta en la enfermería, pero estaba pálido y había perdido mucho peso, así que Laurence le había invitado a cenar—. ?Qué más le estaba diciendo ese príncipe?
—No tengo la menor idea. No ha dicho tres palabras seguidas en inglés desde la última semana —respondió Laurence—, y no estoy dispuesto a presionar a Temerario para que me lo cuente. No quiero comportarme como un entrometido y un fisgón.