Temerario II - El Trono de Jade

Los mensajeros siempre habían sido algo así como las mascotas de la tripulación, y desde la muerte de Morgan todos mimaban aún más a Roland y Dyer. Los demás aviadores contemplaban con gran diversión su pelea diaria con los participios y las divisiones, pero sólo hasta que los guardiamarinas de la Allegiance empezaron a hacer sonidos de burla. Entonces los alféreces asumieron el deber de vengar el insulto, y hubo unas cuantas peleas en los rincones más oscuros de la nave.

 

Al principio Laurence y Riley se divirtieron comparando los estúpidos pretextos que les daban por la colección de ojos morados y labios sangrantes, pero aquellas ri?as pueriles tomaron un cariz más ominoso cuando los más viejos empezaron a ofrecer excusas similares. El profundo resentimiento de los marineros, que se fundaba en buena medida en el injusto reparto de las tareas y en el temor que sentían por Temerario, empezaba a expresarse en un cruce de insultos casi diario que ya no tenían nada que ver con los estudios de Roland y Dyer. Los aviadores se sentían ofendidos a su vez por lo que consideraban una completa falta de gratitud hacia el valor demostrado por el dragón.

 

El primer estallido de verdad se produjo justo cuando doblaron el cabo Palmas, giraron hacia el este y se dirigieron hacia Costa del Cabo. Laurence estaba sesteando en la cubierta, mientras la sombra del cuerpo de Temerario le protegía de los rayos directos del sol. No llegó a ver por sí mismo lo que había sucedido, pero se despertó al oír un golpe sordo y gritos repentinos, y cuando se puso en pie vio que los hombres formaban un círculo. Martin agarraba del brazo a Blythe, el aprendiz del armero. Uno de los oficiales de Riley, un guardiamarina veterano, estaba tendido en cubierta, mientras que Lord Purbeck gritaba desde la cubierta de popa:

 

—?Cornell, póngale grilletes a ese hombre ahora mismo!

 

Temerario levantó la cabeza y rugió. Por suerte, no invocó el viento divino, pero aun así aquel ruido tremendo y ensordecedor hizo que los hombres se apartaran corriendo, muchos de ellos pálidos de miedo.

 

—?Nadie va a encerrar en prisión a ninguno de mis hombres! —dijo Temerario, furioso, azotando el aire con la cola. Se levantó y extendió las alas en toda su longitud, y todo el barco se estremeció. El viento soplaba de popa desde la costa del Sáhara, navegaban con las velas en ce?ida para mantenerles rumbo sureste, y las alas de Temerario actuaban como una vela independiente y en sentido contrario.

 

—?Temerario! Deja de hacer eso ahora mismo. Enseguida, ?me oyes? —dijo Laurence con voz áspera. Nunca había hablado así, no desde las primeras semanas de vida de Temerario, y el dragón se dejó caer al suelo sorprendido y enrolló las alas en un gesto instintivo—. Purbeck, si no le importa, déjeme mis hombres a mí. Apártese, maestro de armas —a?adió Laurence, dictando órdenes a toda velocidad: no estaba dispuesto a dejar que aquella escena fuera más lejos ni degenerara en una pelea abierta entre aviadores y marineros—. Se?or Ferris, llévese a Blythe abajo y confínele.

 

—Sí, se?or —dijo Ferris, que se abrió paso entre la multitud empujando a los aviadores para disolver los corrillos de gente enojada incluso antes de llegar donde estaba Blythe.

 

Observándolo todo con mirada severa, Laurence a?adió en voz alta:

 

—Se?or Martin, acuda a mi camarote enseguida. Todos los demás vuelvan a sus tareas. Se?or Keynes, venga aquí.

 

Permaneció allí otro rato, hasta que quedó satisfecho: habían abortado el peligro inminente. Se apartó de la regala, confiando en que la disciplina ordinaria bastaría para dispersar al resto de la multitud. Pero Temerario seguía acurrucado y prácticamente pegado al suelo, y le miraba con expresión triste y asustada. Laurence estiró la mano para acariciarlo y dio un respingo cuando el dragón se apartó de él. Aunque no se alejó tanto como para quedar fuera de su alcance, fue un evidente arrebato de enfado.

 

—Perdóname —se disculpó Laurence mientras dejaba caer la mano con un nudo en la garganta—. Temerario… —se calló, pues no sabía qué decir, ya que no podía permitir que Temerario actuara de ese modo: podía haber provocado da?os de verdad en la nave, y aparte de eso, si se acostumbraba a comportarse así los marineros no tardarían en tenerle tanto miedo que no serían capaces de hacer su trabajo—. ?Te has hecho da?o? —preguntó en cambio cuando Keynes acudió a atender al dragón.

 

—No —respondió Temerario en voz muy baja—. Estoy perfectamente.

 

Se dejó examinar en silencio, y Keynes dictaminó que el esfuerzo no le había causado ningún da?o.

 

—Tengo que ir a hablar con Martin —dijo Laurence, sin saber aún qué decir. En vez de contestarle, Temerario se enroscó y se tapó la cabeza con las alas. Tras un largo rato, Laurence abandonó la cubierta y bajó.