Temerario II - El Trono de Jade

—Supongo que le habrá dicho que allí nunca tendrá que ver cómo azotan a uno de sus amigos —dijo Granby, sombrío—, y que tendrá una docena de libros para leer al día, y monta?as de joyas. Ya he oído historias de ese tipo. Pero si alguien intentara de verdad apartar a un dragón de su compa?ero, le echarían de la Fuerza Aérea en menos que canta un gallo; eso si es que el dragón no le despedazaba antes, claro.

 

Su interlocutor se quedó callado un instante, dando vueltas entre los dedos a la copa de vino.

 

—La única razón de que Temerario le haga caso es que está triste.

 

—?Demonios! —Granby se retrepó en el asiento—. Siento mucho haber estado enfermo tanto tiempo. Ferris es un buen tipo, pero nunca ha estado en un barco de transporte. No sabe cómo son los marineros ni cómo ense?ar a sus hombres a que no les hagan caso —dijo abatido—. Y no puede darle ningún consejo sobre cómo subirle el ánimo. Con quien más tiempo he servido es con Laetificat. Era muy fácil de tratar, incluso para ser una Cobre Regia. Nunca tenía arrebatos de genio, y jamás vi que ningún disgusto le quitara el apetito. A lo mejor es porque no se le permite volar.

 

A la ma?ana siguiente llegaron al puerto, un amplio semicírculo con una playa dorada salpicado de atractivas palmeras bajo las murallas macizas y blancas del castillo que dominaba la bahía. Había una multitud de toscas canoas —muchas aún con las ramas de los árboles que habían vaciado para fabricarlas— recorriendo las aguas del puerto; podía verse además una mezcolanza de bergantines y goletas, y en el extremo oeste un paquebote de tonelaje medio, rodeado por un enjambre de botes que iban y venían y abarrotado de negros a los que conducían como a un reba?o desde la boca de un túnel que salía a la propia playa.

 

La Allegiance era demasiado grande para entrar en el puerto, de modo que echaron el ancla cerca. El día era apacible, y podía oírse perfectamente el restallido de los látigos cruzando las aguas, mezclado con gritos y llantos constantes. Laurence subió a cubierta con el ce?o fruncido y ordenó a Roland y Dyer que dejaran de mirar como pasmarotes y que bajaran a arreglarle la habitación. Era imposible proteger a Temerario de la misma manera: el dragón estaba observándolo todo con cierta perplejidad y sus pupilas hendidas no dejaban de ensancharse y estrecharse.

 

—Laurence, esos hombres están todos encadenados. ?Qué puede haber hecho a la vez tanta gente? —preguntó, saliendo de su apatía—. Es imposible que todos ellos hayan cometido crímenes. ése de ahí es un ni?o peque?o, y allí hay otro.

 

—No —dijo Laurence—. Es un barco negrero. No mires, por favor.

 

Temiendo este momento, había hecho un vago intento de explicarle a Temerario qué era la esclavitud; no lo había conseguido, porque el asunto le repugnaba y porque además el dragón tenía problemas para asimilar la noción de propiedad. Ahora Temerario no le hizo caso, sino que siguió observando y retorciendo la cola en movimientos rápidos y nerviosos. La carga del barco prosiguió durante toda la ma?ana, y el viento cálido que soplaba desde la orilla les traía el olor acre de cuerpos sudorosos, sin lavar y enfermos por sus míseras condiciones.

 

Por fin terminaron el embarque. El paquebote salió del puerto con su triste cargamento, desplegó las velas al viento y dibujó una grácil estela en el agua cuando pasó junto a ellos desplazándose ya a un ritmo respetable. Los marineros se encaramaban a las jarcias, pero la mitad de su tripulación estaba formada por hombres armados y sin experiencia en la mar que estaban sentados en cubierta sin hacer nada, con sus mosquetes, sus pistolas y sus jarras de grog. Se quedaron mirando a Temerario con curiosidad y sin sonreír, con rostros mugrientos y sudorosos tras el trabajo. Uno de ellos incluso levantó su mosquete y apuntó hacia el dragón para divertirse.

 

—?Presenten armas! —ordenó el teniente Riggs antes de que el propio Laurence tuviera tiempo de reaccionar. Los tres fusileros que había sobre cubierta prepararon sus armas en un santiamén. En el otro barco, el negrero bajó el mosquete y sonrió, mostrando unos dientes grandes y amarillos, y se volvió con sus camaradas entre carcajadas.

 

Temerario había puesto plana la gorguera; no por miedo, ya que una bala de mosquete disparada a esa distancia le habría hecho menos da?o que un mosquito a un hombre, sino en se?al de antipatía. Emitió un gru?ido bajo y sordo e incluso empezó a respirar hondo como si se estuviera preparando para atacar. Laurence le puso una mano en el costado y le dijo con voz queda:

 

—No. Eso no va a servir de nada.

 

Se quedó con él hasta que el barco se fue encogiendo en el horizonte y acabó perdiéndose de vista. Pero aun después de haberse ido, Temerario siguió moviendo la cola a los lados, disgustado.