—Bueno, no es mi paciente, y no me gustaría que me acusaran de entrometerme. Supongo que sus médicos deben verle tan mal como nosotros —se disculpó Pollitt—. Pero en cualquier caso, yo creo que le recetaría un plato de galletas de mar. Poco da?o puede hacerle al estómago una galleta, por lo que tengo comprobado, y quién sabe qué clase de cocina extranjera habrá estado probando. Estoy seguro de que con unas galletas y tal vez un vino suave volverá a ponerse bien.
Evidentemente la cocina extranjera no lo era para Liu Bao, pero Laurence no vio nada que discutir sobre el plan de acción de Pollitt. Esa misma noche envió una gran caja de galletas escogidas por Dyer y Roland, quienes les quitaron los gorgojos (Roland a rega?adientes), y el auténtico sacrificio, tres botellas de un Riesling especialmente vivo. Era un vino muy suave, delicado como el aire, y lo había comprado a un vinatero de Portsmouth a seis chelines y tres peniques la botella.
Laurence se sintió un poco extra?o al hacer aquel gesto. Quería pensar que habría hecho lo mismo en cualquier caso; pero se trataba de un acto más calculado de lo que él estaba acostumbrado a hacer, y tenía además un matiz de insinceridad y de adulación que ni le gustaba ni acababa de aprobar para sí mismo. Lo cierto era que sentía ciertos escrúpulos ante cualquier gesto de aproximación, dado el insulto que había supuesto la confiscación de las naves de la Compa?ía de las Indias Orientales; un insulto que, al igual que los marinos que seguían mirando a los chinos con hosquedad y antipatía, Laurence no había olvidado.
Pero esa noche se excusó en privado con Temerario, que había visto cómo llevaban su ofrenda al camarote de Liu Bao.
—Al fin y al cabo, no es culpa suya personalmente, del mismo modo que no lo sería mía si el rey quisiera hacerles lo mismo a ellos. Si nuestro propio gobierno no dice nada sobre aquel asunto, no les podemos echar la culpa a ellos por tratarlo tan a la ligera. Al menos no han intentando ocultar el incidente ni han sido insinceros.
Mientras decía esto, él mismo se sentía descontento. Pero no había otra opción. No quería quedarse sentado sin hacer nada, ni podía confiar en Hammond. El diplomático probablemente poseía talento y habilidad, pero Laurence ya se había convencido de que no tenía intenciones de esforzarse demasiado por conservar a Temerario; para Hammond, el dragón era sólo una mercancía de intercambio. Desde luego no había esperanzas de persuadir a Yongxing, pero en la medida en que pudiera ganarse a los demás miembros de la embajada de buena fe, pretendía intentarlo; y si el esfuerzo le costaba poner a prueba su orgullo, sería un peque?o sacrificio.
Se demostró que merecía la pena. Liu Bao volvió a salir de su cabina al día siguiente con un aspecto menos lamentable, y una ma?ana después estaba lo bastante bien como para enviar al traductor y pedirle a Laurence que acudiera a reunirse con él en su sector de la cubierta. Su rostro había recobrado algo de color y se encontraba mucho más aliviado. También había traído a uno de los cocineros, pues, según le informó, las galletas habían obrado maravillas. Las había tomado con un poco de jengibre fresco por recomendación de su propio médico, y ahora necesitaba saber cómo se hacían.
—Bueno, están hechas principalmente de harina y un poco de agua, pero me temo que no puedo decirle nada más —reconoció Laurence—. No las horneamos a bordo; pero le aseguro que en la despensa tenemos suficientes como para que pueda usted dar la vuelta al mundo dos veces, se?or.
—Con una ha sido más que suficiente —dijo Liu Bao—. Un viejo como yo no pinta nada viajando tan lejos de su casa y dejándose sacudir de un lado a otro por las olas. Desde que montamos en este barco no he sido capaz de comer nada, ni siquiera unas tortitas, ?hasta que probé estas galletas! Pero esta ma?ana he conseguido comer algo de pescado y crema de arroz, y no lo he vomitado. Le estoy muy agradecido.
—Me alegra haberle podido ayudar, se?or. La verdad es que se le ve mucho mejor —dijo Laurence.
—Es muy amable de su parte, aunque no del todo cierto —repuso Liu Bao. Extendió el brazo con tristeza y lo sacudió: la túnica le colgaba suelta—. Tendré que cebarme un poco para parecer yo mismo otra vez.
—Si se siente en condiciones, se?or, ?puedo invitarle a cenar con nosotros ma?ana por la noche? —preguntó Laurence, pensando que aquella aproximación entre ambos, aunque escasa, era suficiente para justificar la invitación—. Es nuestra fiesta, y voy a ofrecer una cena para mis oficiales. Será usted bienvenido, al igual que cualquiera de sus compatriotas que quiera asistir con usted.