Temerario II - El Trono de Jade

Aunque hubiese sido posible conversar con él, Laurence no se veía con ganas de intentarlo él mismo tras ver el ejemplo de Hammond. A Sun Kai le habría venido bien tener un guía que le ayudara en su estudio del barco, lo que habría ofrecido un tema ideal de conversación, pero no sólo se lo impedía la barrera del lenguaje, sino también el tacto, así que, por el momento, Laurence se conformó con observarle.

 

En Madeira repostaron agua y también ganado para recuperar las pérdidas sufridas tras la visita de la formación de dragones, pero no se demoraron en el puerto.

 

—Todo este cambio de velas ha servido para algo: estoy empezando a tener más idea de lo que le conviene a la nave —le explicó Riley a Laurence—. ?Le molesta pasar las Navidades en alta mar? No me importaría ponerla a prueba y ver si puedo llegar con ella hasta los siete nudos.

 

Salieron del puerto de Funchal majestuosamente, con las velas bien desplegadas y, antes de que Riley le hablara, su rostro radiante informó a Laurence de que su esperanza de incrementar la velocidad había tenido éxito:

 

—Ocho nudos, o casi. ?Qué tiene que decir a eso?

 

—Que en verdad le felicito —respondió Laurence—. No lo habría creído posible. Esta nave está superando las expectativas.

 

La velocidad de la nave le provocó un extra?o y desconocido pesar. Como capitán nunca se había permitido el lujo de navegar a todo trapo, ya que le parecía inapropiado correr riesgos con algo que era propiedad del rey; pero, al igual que cualquier marino, le gustaba que su barco navegase lo mejor posible. En circunstancias normales habría compartido la alegría de Riley y no habría vuelto la vista atrás para ver cómo la mancha de la isla se perdía detrás de ellos.

 

Riley había invitado a Laurence y a varios oficiales del barco a cenar, pues se sentía con ganas de celebrar la flamante velocidad de la nave. Como en una especie de castigo, una breve borrasca surgida de la nada sopló durante la cena cuando sólo el infortunado teniente Beckett estaba de guardia. Aquel hombre podría haberle dado la vuelta al mundo seis veces sin detenerse si los barcos se controlaran tan sólo mediante fórmulas matemáticas, y sin embargo, cuando se trataba del tiempo real, se las arreglaba para dar siempre la orden equivocada. Así que se produjo una estampida desde la mesa del comedor en cuanto la Allegiance dio la primera cabezada bajo sus pies, poniéndose proa abajo y protestando entre crujidos, y oyeron a Temerario soltar un peque?o rugido de sobresalto. El viento estaba ya a punto de arrancar la vela del palo de perico cuando Riley y Purbeck llegaron al puente a tiempo de arreglar las cosas.

 

La tormenta se fue tan rápido como había llegado, y los nubarrones oscuros que se alejaban a toda prisa dejaron tras de sí un cielo límpido entre azul y rosado. La marejada descendió a una altura cómoda que la Allegiance apenas notaba, y mientras aún había luz suficiente para leer en la cubierta de dragones, un grupo de chinos salió a tomar el aire. Primero varios criados maniobraron para sacar a Liu Bao por la puerta, le trajeron a duras penas por el alcázar de popa y el castillo de proa y por fin lo subieron a la cubierta de dragones. El más viejo de los embajadores había cambiado mucho desde su última aparición: había perdido cerca de ocho kilos y bajo la barbilla y las bolsas de las mejillas se le veía una sombra verdosa. Era tan evidente que se encontraba mal que Laurence no pudo evitar sentir lástima por él. Los criados le habían traído una silla. Liu Bao se dejó caer en ella y volvió el rostro hacia la brisa, húmeda y fresca, pero no pareció mejorar mucho con eso, y cuando otro asistente le quiso ofrecer un plato de comida, él lo rechazó con la mano.

 

—?Crees que seguirá sin comer hasta que se muera de hambre? —preguntó Temerario, más por curiosidad que por preocupación.

 

—Espero que no —le contestó Laurence en tono distraído—. Aunque ya es viejo para hacerse a la mar por primera vez —se incorporó en el asiento e hizo una se?a—. Dyer, baja a buscar al se?or Pollitt y pregúntale si tendría la bondad de subir aquí un momento.

 

Dyer volvió poco después con el cirujano de la nave caminando tras él entre resoplidos y con su torpe y peculiar forma de andar. Pollitt había servido como cirujano a las órdenes de Laurence en dos ocasiones, y sin más ceremonias se sentó en una silla y dijo:

 

—Muy bien, se?or. ?Es su pierna?

 

—No, gracias, se?or Pollitt. Está mucho mejor, pero me preocupa la salud de ese caballero chino —dijo Laurence, se?alando a Liu Bao.

 

Pollitt meneó la cabeza y opinó que si seguía perdiendo peso a ese ritmo, era difícil que llegara vivo al ecuador.

 

—Supongo que no deben conocer remedios para un mareo tan virulento como ése, ya que no están acostumbrados a hacer viajes tan largos —dijo Laurence—. ?Cree que podría preparar algún remedio para él?