Temerario II - El Trono de Jade

Hammond le siguió fuera del camarote y le interceptó en la puerta de sus propios aposentos. En el interior, dos miembros del equipo de tierra acababan de traer dos sillas más, y Roland y Dyer estaban ocupados poniendo los platos sobre el mantel: los demás capitanes de dragones iban a desayunar con Laurence antes de marcharse.

 

—Se?or —le dijo Hammond—, por favor, concédame un momento. Debo pedirle disculpas por haberle enviado a ver al príncipe Yongxing de este modo, sabiendo que estaría de tan mal humor, y le aseguro que tan sólo me culpo a mí mismo por las consecuencias y por la discusión que han tenido. Sin embargo, debo suplicarle que sea tolerante…

 

Laurence escuchó hasta ahí frunciendo el ce?o y después, con creciente incredulidad, preguntó:

 

—?Me está diciendo que usted ya sabía…? ?Que le ha hecho esa propuesta al capitán Riley a sabiendas de que les había prohibido el acceso a la cubierta?

 

Conforme hablaba fue levantando la voz, y Hammond lanzó miradas desesperadas hacia la puerta del camarote, que estaba abierta. Roland y Dyer los observaban interesados y con ojos como platos, sin mirar las grandes bandejas de plata que llevaban.

 

—Ha de comprender que no podemos ponerlos en esa situación. El príncipe Yongxing ha dado una orden. Si le desafiamos abiertamente, le estaremos humillando delante de sus propios…

 

—Entonces hará mejor en aprender a no darme órdenes a mí, se?or —respondió con enojo Laurence—, y haría usted mejor en decirle eso, en vez de hacerle recados de esta forma clandestina y…

 

—?Por Dios santo! ?Cree usted que tengo algún deseo de apartarle de Temerario? Lo único que tenemos para negociar con ellos es el hecho de que el dragón se niega a separarse de usted —dijo Hammond, que también se estaba acalorando—. Pero eso sólo no nos llevará muy lejos si no hay buena voluntad, y si el príncipe Yongxing no consigue que sus órdenes se respeten mientras estemos en alta mar, nuestra situación será justo la contraria en China. ?Quiere usted que sacrifiquemos una alianza por culpa de su orgullo? Por no hablar —a?adió Hammond, en un despreciable intento de embaucarle— de sus esperanzas de conservar a Temerario.

 

—Yo no soy diplomático —replicó Laurence—, pero le diré una cosa, se?or: si piensa usted que es posible conseguir aunque sea una pizca de buena voluntad de ese príncipe, sin importar cuánto se arrastre ante él, es que es usted un condenado loco. Y le agradecería que se olvide de venderme castillos en el aire.

 

Laurence tenía la intención de despedir a Harcourt y a los demás de forma digna, pero sus invitados tuvieron que llevar solos la carga social, sin recibir ninguna ayuda de su propia conversación. Por suerte, tenía buenas reservas, y había ciertas ventajas en alojarse tan cerca de la cocina: el beicon, el jamón, los huevos y el café llegaron humeando a la mesa en cuanto se sentaron, junto con una buena ración de atún frito en rollos de bizcocho. (El resto del enorme atún era para Temerario.) También había un gran plato de confitura de cereza y otro aún más grande de mermelada de naranja. Laurence comió más bien poco, y aprovechó de buen grado la distracción cuando Warren le pidió que les ense?ara un esquema de la batalla. Apartó a un lado su plato, que apenas había tocado, y les mostró con trocitos de pan las maniobras de los barcos y del Fleur-de-Nuit, y con el salero las de la Allegiance.

 

Cuando Laurence y los demás capitanes salieron a cubierta, los dragones estaban terminando con su propio desayuno, algo menos civilizado. Laurence se alegró mucho al ver que Temerario estaba despierto y alerta. Tenía mucho mejor aspecto con los vendajes blancos y limpios, y estaba empe?ado en convencer a Maximus de que probara un trozo de atún.

 

—éste está especialmente rico, y lo han pescado esta misma ma?ana —insistió.

 

Maximus observó el pez con profunda suspicacia. Temerario se había comido ya cerca de la mitad, pero aún no le había quitado la cabeza, que yacía en el suelo con la boca abierta y la mirada vidriosa. Laurence calculó que recién pescado debía de pesar sus buenos setecientos kilos. Incluso la mitad de él seguía siendo impresionante.

 

Aunque dejó de serlo cuando Maximus por fin inclinó el cuello y lo cogió: toda aquella masa no era más que un bocado para él, y resultaba divertido ver cómo lo masticaba con gesto escéptico. Mientras Temerario le observaba expectante, Maximus se lo tragó, se relamió el hocico y dijo:

 

—Supongo que no está tan malo, siempre que no haya nada mejor a mano, pero es demasiado resbaladizo.

 

Temerario agachó la gorguera, decepcionado.

 

—A lo mejor hay que acostumbrarse a su sabor. Seguro que pueden pescarte otro.

 

Maximus soltó un bufido.

 

—No, el pescado te lo dejo a ti. ?Hay más cordero? —preguntó, mirando al encargado del reba?o con interés.