Laurence no podía negar la verdad de aquella observación, ni ofrecerle ningún falso consuelo. Los marineros preferían ver a los dragones como máquinas de guerra, una especie de barcos que, casualmente, respiraban y volaban: meros instrumentos de la voluntad del hombre. Podían aceptar sin grandes dificultades su poder y su fuerza bruta, que eran un reflejo natural de su tama?o. Si los temían por ello, era de la misma forma que habrían temido a un hombre grande y peligroso. Pero el viento divino poseía un matiz sobrenatural, y el naufragio de la Valérie era demasiado implacable para ser humano y despertaba en ellos el recuerdo de las viejas leyendas que hablaban del fuego y la destrucción de los cielos.
En la propia memoria de Laurence, la batalla parecía una pesadilla: la lluvia interminable y abigarrada de fuegos artificiales, la luz roja del fuego de los ca?ones, los ojos pálidos como la ceniza del Fleur-de-Nuit en la oscuridad, el humo acre en su lengua, y, sobre todo, el lento descenso de la ola, como el telón bajando al final de la obra de teatro. Acarició la pata de Temerario sin decir nada, y juntos contemplaron cómo la gentil estela del barco quedaba detrás.
El grito de ??Vela a la vista!? se oyó con el primer albor: el Guillermo de Orange se veía claramente en el horizonte, dos puntos a estribor desde la popa. Riley entrecerró los ojos para mirar por el catalejo.
—Hoy daremos el toque de desayuno más temprano. El Guillermo estará a distancia de saludo antes de las nueve.
La Chanteuse se encontraba entre los otros dos barcos, más grandes que ella, y ya estaba enviando saludos al barco de transporte que se acercaba: la propia fragata, transportando a los prisioneros, sería conducida a Inglaterra para ser declarada como botín de guerra. El día era claro y muy frío, el cielo mostraba esos matices de azul especialmente ricos propios del invierno, y la Chanteuse tenía un aspecto alegre con sus juanetes y sobrejuanetes desplegados. Era raro que un barco de transporte consiguiese un botín, de modo que debería haber reinado un espíritu de celebración: una bonita nave de cuarenta y cuatro ca?ones muy marinera, sin duda se vendería a la Armada, y además habría un buen dinero de recompensa por los prisioneros, pero el desasosiego no se había pasado del día a la noche, y la mayoría de los hombres guardaba silencio mientras trabajaba. El propio Laurence no había dormido demasiado bien, y ahora estaba en el castillo de proa observando melancólicamente cómo se acercaba el Guillermo de Orange. Pronto volverían a quedarse solos.
—Buenos días, capitán —dijo Hammond, uniéndose a él junto a la regala. Laurence hizo poco por ocultar que aquella intrusión no le hacía ninguna gracia, pero su gesto no causó ninguna impresión inmediata. Hammond estaba demasiado concentrado contemplando la Chanteuse, y su rostro reflejaba una satisfacción indecente—. No podríamos haber pedido un comienzo mejor para nuestro viaje.
Había varios miembros de la tripulación cerca, reparando los desperfectos de la cubierta: el carpintero y sus ayudantes. Uno de ellos que estaba en cuclillas, un tipo risue?o y de hombros escurridos llamado Leddowes, que había embarcado en Spithead y ya se había convertido en el bufón de la nave, se enderezó un poco al oír este comentario y miró a Hammond con franca desaprobación, hasta que el carpintero Eklof, un sueco grandullón y callado, le dio un golpetazo en el hombro con su enorme pu?o para que volviera al trabajo.
—Me sorprende que piense así —dijo Laurence—. ?No habría preferido una nave de primera?
—No, no —respondió Hammond, sin percibir el sarcasmo—. Es lo mejor que podría habernos pasado. ?Sabe que una de las balas atravesó el camarote del príncipe? Uno de sus guardias murió, y el otro, que estaba malherido, falleció durante la noche. Por lo que sé, su rabia no tiene límite. La Armada francesa ha hecho más por nosotros en una sola noche que meses de diplomacia. ?Cree que deberíamos presentar ante él al capitán del barco capturado? Por supuesto, les he dicho que nuestros atacantes eran franceses, pero no vendría mal ofrecerles una prueba irrefutable.
—No vamos a hacer desfilar a un oficial derrotado como si fuera un trofeo en un triunfo romano —repuso Laurence con voz inexpresiva. él mismo había sido prisionero en una ocasión, y aunque en aquella época era poco más que un crío, un joven guardiamarina, aún recordaba la perfecta educación del capitán francés al preguntarle con toda seriedad si respetaría la libertad bajo palabra.
—Claro, entiendo. Supongo que no daría muy buena impresión —admitió Hammond, pero sólo era una concesión a rega?adientes, y a?adió—: Aunque sería una pena si…
—?Eso es todo? —le interrumpió Laurence, que no quería escuchar nada más.
—Oh… Le pido perdón. Disculpe mi intromisión —dijo Hammond, titubeante, y por fin miró a Laurence—. Sólo quería informarle de que el príncipe ha manifestado su deseo de verle.
—Gracias, se?or —contestó Laurence con un tono que daba por terminada la conversación.
Hammond le miró como si quisiera decir algo más; tal vez urgir a Laurence a que acudiera enseguida, o darle algún consejo para la reunión, pero al final no se atrevió, y se marchó de repente tras una breve inclinación de cabeza.