—Aquí, ya lo tengo. Ahora las pinzas. Allen, déjese de blandenguerías y aparte la cabeza —dijo Keynes, en algún lugar detrás de Laurence—. Bien. ?Está caliente el hierro? Vamos a hacerlo ahora. Laurence, consiga que no se mueva.
—Aguanta, mi querido amigo —le pidió Laurence, acariciando el hocico de Temerario—. Tienes que estar lo más quieto posible. Aguanta sin moverte.
Temerario respondió sólo con un siseo. Su respiración era un fuerte resuello que salía a través de sus ollares rojos, llameantes. Un latido, dos; entonces exhaló un fuerte chorro de aliento y la bala con pinchos hizo un sonido metálico cuando Keynes la dejó caer en la bandeja que tenía preparada. Temerario volvió a quejarse con un peque?o silbido cuando el cirujano aplicó el hierro caliente a la herida. Laurence casi dio un respingo al percibir el olor a carne chamuscada.
—Ya está, terminado. Una herida limpia. La bala había ido a parar contra el esternón —dijo Keynes.
Un soplo de viento despejó el humo, y de repente Laurence pudo oír de nuevo los restallidos y el eco de los fusiles, y todos los demás ruidos de la nave. El mundo volvía a tener forma y significado.
Se incorporó a duras penas, tambaleándose, y ordenó:
—Roland, usted y Morgan vayan a ver si hay velas y trozos de guata de los que puedan prescindir. Tenemos que poner algo acolchado a su alrededor.
—Morgan ha muerto, se?or —dijo Roland, y a la luz de la linterna Laurence vio de pronto que su rostro estaba surcado de lágrimas, no de sudor: franjas pálidas en medio de la mugre—. Dyer y yo iremos.
Los dos salieron corriendo sin esperar a que él asintiera, llamativamente peque?os entre las fornidas figuras de los marineros. Laurence los siguió con la mirada un momento, y después se volvió endureciendo el gesto.
El alcázar estaba tan manchado de sangre que había zonas que brillaban de un color negro lustroso, como si estuvieran recién pintadas. Por la masacre provocada y los pocos da?os que había sufrido el aparejo, Laurence pensó que los franceses debían de haber utilizado proyectiles de metralla, y de hecho pudo ver fragmentos de cascos rotos sobre la cubierta. Los franceses habían abarrotado los botes, que eran bastantes, con todos los hombres de los que podían prescindir: había doscientos hombres desesperados y luchando por abordar la nave, enfurecidos por la pérdida de su barco. En algunos lugares había cuatro y hasta cinco atacantes agarrados a las cuerdas de abordaje, o colgados de la batayola, y los marineros ingleses que intentaban contenerlos tenían tras ellos toda la cubierta ancha y vacía. Los disparos de las pistolas y el entrechocar de las espadas sonaban con claridad. Había marineros clavando sus largas picas en la masa de atacantes que no dejaban de trepar y empujar.
Laurence nunca había visto un abordaje desde una distancia tan rara, tan intermedia, a la vez cerca y sin embargo apartado. Se sentía extra?o e inquieto, y sacó las pistolas para tranquilizarse. Sólo conseguía ver a unos cuantos de su tripulación: faltaban Granby, y Evans, y también su teniente segundo. Abajo, en el castillo de proa, la cabeza rubia de Martin brilló unos segundos a la luz de las linternas cuando saltó para dar un tajo a un enemigo; después recibió un golpe de un enorme marinero francés que llevaba una porra y desapareció de la vista.
—Laurence.
Escuchó su nombre, o algo parecido a su nombre, pronunciado de una forma extra?a en tres sílabas, algo así como ?Lao-ren-tse?, y se volvió a mirar. Sun Kai apuntaba hacia el norte, siguiendo la dirección del viento, pero el último resplandor de los fuegos artificiales ya se estaba desvaneciendo, y Laurence no pudo ver adónde quería se?alarle.
Sobre sus cabezas, el Fleur-de-Nuit profirió un rugido, hizo una súbita gui?ada para apartarse de Nitidus y Dulcia, que seguían acosándolo por los flancos, se dirigió hacia el este a gran velocidad y no tardó en desaparecer en la oscuridad. Casi pisándole los talones llegó el profundo rugido ventral de un Cobre Regio, y los chillidos más agudos de los Tanatores Amarillos. Sobrevolaron el barco disparando bengalas en todas las direcciones, y la ráfaga de viento que levantó su pasada hizo restallar todos los obenques.
La fragata francesa que aún quedaba apagó todas las luces a la vez, con la esperanza de huir en la noche, pero Lily guió a la formación hasta el barco en un vuelo lo bastante bajo para hacer que sus mástiles traquetearan. Hicieron dos pasadas más, y después, en un estallido carmesí que enseguida empezó a desvanecerse, Laurence vio cómo la bandera francesa era arriada lentamente, mientras que en la cubierta de la Allegiance los atacantes dejaban caer sus armas y se arrojaban al suelo en se?al de rendición.
Capítulo 5