Temerario II - El Trono de Jade

—Es un tipo de arma indecente —le había dicho, ense?ándole a Laurence la bala extraída con macabro placer. Mientras examinaba con desagrado las numerosas púas aplastadas, Laurence se sintió agradecido de que al menos la hubiera limpiado antes de obligarle a verla—. No había visto nada igual hasta ahora, aunque tengo entendido que los rusos utilizan algo parecido. Si llega a penetrar más, le aseguro que no habría disfrutado nada sacándola.

 

Pero, por suerte, la bala se había estrellado contra el esternón y había quedado alojada a unos quince centímetros por debajo de la piel. Aun así, el propio proyectil y el proceso de extracción habían desgarrado de forma dolorosa los músculos del cuello, y Keynes le había dicho a Temerario que debía estar sin volar al menos dos semanas, y tal vez incluso un mes. Ahora, Laurence puso una mano sobre el hombro ancho y cálido del dragón: estaba contento de que ése fuera todo el precio que debían pagar.

 

Los demás capitanes estaban jugando a las cartas en una peque?a mesa plegable apoyada contra la chimenea de la cocina, muy cerca del único espacio libre disponible en la cubierta. Laurence se unió a ellos y le dio a Harcourt el manojo de cartas.

 

—Gracias por cogerlas —dijo, y se desplomó en un asiento para recuperar el resuello.

 

Todos hicieron una pausa en la partida para mirar el tama?o del paquete.

 

—Lo siento mucho, Laurence —Harcourt metió todas las cartas en su cartera—. Te han apaleado de mala manera.

 

—Malditos cobardes —Berkley meneó la cabeza—. Acechar así de noche… Es más espionaje que un combate como Dios manda.

 

Laurence guardó silencio. Les agradecía su simpatía, pero por el momento estaba demasiado apesadumbrado para mantener una conversación. Los funerales ya habían sido una ordalía: una hora en pie a pesar de las quejas de su pierna, mientras iban arrojando los cuerpos por la borda uno detrás de otro, cosidos dentro de sus hamacas y los pies atados a balas redondas en el caso de los marineros y a casquillos de hierro en el de los aviadores, mientras Riley leía lentamente durante la ceremonia.

 

Había pasado el resto de la ma?ana encerrado con el teniente Ferris, ahora su segundo en funciones, hablando sobre la lista de bajas, que por desgracia era muy larga. Granby había recibido una bala de mosquete en el pecho; por suerte, se había topado con una costilla y había salido limpiamente por la espalda, pero había perdido mucha sangre y tenía fiebre. Evans, su teniente segundo, tenía una fractura grave en la pierna y habían tenido que enviarle de vuelta a Londres. Al menos, Martin se recuperaría, pero tenía la mandíbula tan hinchada que sólo podía farfullar entre dientes, y aún no podía ver por el ojo izquierdo.

 

Había dos lomeros heridos, aunque no de gravedad. Uno de los fusileros, Dunne, estaba herido, mientras que otro, Donnell, había muerto. De los ventreros, Miggsy también había fallecido. Los peor parados habían sido los hombres del arnés: cuatro habían perecido por culpa de una sola bala de ca?ón que les había alcanzado bajo la cubierta principal cuando traían un arnés extra. Morgan estaba con ellos, llevando la caja de mosquetones de repuesto: un terrible despilfarro de vidas.

 

Tal vez viendo algo de aquella cuenta mortal en su cara, Berkley le dijo:

 

—Puedo dejarte por lo menos a Portis y Macdonaugh —se refería a dos de los lomeros de Laurence, que habían sido asignados a Maximus durante los días de confusión que siguieron a la llegada del embajador.

 

—?Y tú no estás corto de personal también? —le preguntó Laurence—. No quiero dejar a Maximus sin tripulación: vais a estar de servicio activo.

 

—El transporte que viene de Halifax, el Guillermo de Orange, trae a una docena de hombres que probablemente asignarán a Maximus —respondió Berkley—. No hay razón para que no te devuelva a los tuyos.

 

—Mejor no discutiré contigo. Sabe Dios que ando desesperadamente corto de tripulación —dijo Laurence—. Pero puede que ese transporte no llegue antes de un mes, si su travesía ha sido lenta.

 

—Ah, claro, antes estabas bajo cubierta. Por eso no has oído cuando se lo contábamos al capitán Riley —dijo Warren—. El Guillermo fue avistado hace sólo unos días, no muy lejos de aquí; así que hemos enviado a Chenery y Dulcia en su busca, para que nos lleve a nosotros y a los heridos a casa. Además, creo que según Riley esta barca necesita algo. ?Qué ha dicho, Riley? ?Vargas?

 

—Vergas —dijo Laurence, alzando la mirada hacia los aparejos. A la luz del día, podía verse que los palos transversales que sostenían las velas tenían muy mal aspecto, y muchos estaban astillados o con agujeros de bala—. Desde luego, será un alivio si puede prestarnos algunos suministros. Pero debes saber, Warren, que esto es un buque, no una barca.

 

—?Es que no es igual? —preguntó Warren despreocupado, lo que escandalizó a Laurence—. Pensaba que simplemente eran dos palabras que valían para lo mismo. ?Es cuestión de tama?o? Desde luego, esto es un monstruo, aunque Maximus puede caerse por la borda de un momento a otro.

 

—No voy a caerme —dijo Maximus. Aun así, abrió los ojos y echó un vistazo a sus cuartos traseros, y no volvió a dormirse hasta que se convenció de que no estaba en peligro de caerse al agua.