Saludó con una breve inclinación y no se quedó para aguardar una respuesta, si es que Yongxing la tenía, sino que se dio la vuelta y salió directamente del camarote. Los asistentes se le quedaron mirando al pasar, pero esta vez no intentaron cortarle el paso. Laurence caminó con rapidez, obligando a su pierna a obedecer a su voluntad. Pagó aquel alarde: cuando llegó a su propio camarote, al otro extremo de la interminable eslora del barco, la pierna había empezado a palpitarle y temblarle con cada paso como si estuviera paralizada. Se alegró de llegar a la seguridad de su sillón y de calmar su agitación con una copa de vino en privado. Tal vez había hablado con intemperancia, pero no se arrepentía en absoluto. Al menos, Yongxing se habría enterado de que no todos los oficiales ni caballeros ingleses estaban dispuestos a inclinarse y besar el suelo ante sus caprichos de tirano.
Por satisfactoria que fuera aquella decisión, sin embargo, Laurence no podía dejar de reconocer que su desafío se había visto reforzado en buena medida por la convicción de que Yongxing nunca cedería en el punto central, esencial, de separarle de Temerario. El Ministerio, personificado en Hammond, tal vez tuviera algo que ganar a cambio de tanto arrastrarse; por su parte, Laurence no tenía gran cosa que perder. éste era un pensamiento deprimente; dejó la copa y se quedó sentado en un estado de silenciosa melancolía, frotándose la pierna dolorida, que tenía apoyada sobre un arcón. En cubierta sonaron seis campanadas, y oyó el tenue silbido de la flauta y el trajín y ajetreo de los marineros que acudían a desayunar a la cubierta de las literas, más abajo, y también captó el fuerte olor del té que subía desde la cocina.
Tras terminar su copa y aliviarse un poco el dolor de la pierna, Laurence consiguió ponerse en pie de nuevo, cruzó hasta el camarote de Riley y llamó a la puerta. Su intención era pedirle que apostara a unos cuantos infantes de marina para mantener apartados de la cubierta a los guardias a los que había amenazado. Fue una sorpresa bastante desagradable comprobar que Hammond ya estaba allí, sentado ante el escritorio de Riley, con una sombra de inquietud y de culpa consciente en su gesto.
—Laurence —dijo Riley, después de ofrecerle un asiento—, he estado hablando con el se?or Hammond acerca de los pasajeros —Laurence reparó en que el propio Riley parecía cansado y nervioso—. Me ha llamado la atención que todos ellos han estado bajo cubierta desde que llegaron estas noticias sobre los barcos de la Compa?ía de las Indias. Esto no puede seguir así durante siete meses: tenemos que dejar que salgan al puente y tomen el aire de alguna manera. Estoy seguro de que usted no pondrá ninguna objeción. Creo que debemos dejar que paseen por la cubierta de dragones, ya que no nos atrevemos a dejar que se acerquen a los marineros.
Ninguna sugerencia podría haber sido peor recibida ni llegar en peor momento. Laurence miró a Hammond con una mezcla de rencor y algo muy parecido a la desesperación. Aquel hombre parecía poseído por un genio maligno de los desastres, al menos desde su punto de vista, y la perspectiva de pasar un largo viaje sufriendo sus maquinaciones diplomáticas una tras otra le parecía cada vez más tétrica.
—Lamento los inconvenientes —dijo Riley al ver que Laurence no respondía de inmediato—, pero no se me ocurre qué otra cosa podemos hacer. Seguro que no es por falta de sitio, ?verdad?
Esto también era indiscutible: con tan pocos aviadores a bordo y la dotación de la nave casi completa, no era justo pedir a los marineros que cedieran una parte de su espacio, y además eso sólo empeoraría las tensiones ya existentes. Desde el punto de vista práctico, Riley tenía toda la razón, y era su derecho como capitán del barco decidir dónde podían estar a sus anchas los pasajeros. Pero la amenaza de Yongxing había convertido aquel asunto en una cuestión de principios. A Laurence le habría gustado sincerarse con Riley, y lo habría hecho de no estar Hammond presente, pero…
—Quizás al capitán Laurence le preocupa que puedan irritar al dragón —se apresuró a intervenir el diplomático—. ?Puedo sugerir que establezcamos un sector para ellos que esté claramente delimitado? A lo mejor se podría poner una cuerda, o una raya de pintura.
—Eso funcionaría muy bien, siempre que usted tenga la amabilidad de explicarles cuáles son los límites, se?or Hammond —dijo Riley.
Laurence no podía protestar abiertamente sin dar una explicación, y prefería no exponer sus actos delante de Hammond, ya que eso daría pie a que éste los comentara. No cuando probablemente no tenía nada que ganar. Riley se solidarizaría con él (o al menos eso esperaba Laurence, aunque de golpe no estaba tan seguro); pero, solidarizándose o no, el problema seguiría estando allí, y Laurence no sabía qué otra cosa podía hacerse.
No se resignaba. No se resignaba en absoluto, pero no quería quejarse y poner en un brete aún peor a Riley.
—También les dejará claro, se?or Hammond —dijo—, que ninguno de ellos subirá con armas a la cubierta, ni mosquetes ni espadas, y si se produce alguna acción tendrán que volver bajo cubierta al instante: no toleraré ninguna interferencia con mi tripulación ni con Temerario.
—Pero, se?or, hay soldados entre ellos —protestó Hammond—. Estoy seguro de que querrán hacer instrucción de vez en cuando…
—Pueden esperarse hasta que lleguen a China —dijo Laurence.