—Ya está. No digo que estalle seguro, pero a lo mejor sí —dijo Calloway, limpiándose las manos con no poco alivio.
—Muy bien —dijo Laurence—. Esté preparado y guarde las tres últimas bengalas para iluminar nuestro disparo. Macready, ?tiene un hombre para el ca?ón? El mejor, si no le importa. Tiene que darle en la cabeza para que sirva.
—Harris, encárguese usted —dijo Macready, indicándole el ca?ón a uno de sus hombres, un chico flaco y desgarbado de unos dieciocho a?os, y a?adió dirigiéndose a Laurence—: Para un tiro lejano son mejores unos ojos jóvenes, se?or. No se preocupe, no fallará.
Un runrún de voces enojadas les llamó la atención abajo, en el alcázar. El embajador Sun Kai había subido a cubierta seguido por dos criados que traían uno de los enormes baúles de su equipaje. Los marineros y la mayoría de tripulantes del Temerario estaban api?ados en las amuras para rechazar a los atacantes, armados con pistolas y machetes. Pero incluso con las naves francesas recortando distancias, un tipo con una pica se atrevió a dar un paso hacia el embajador, hasta que el contramaestre le puso firme con el extremo anudado de su cuerda, gritando:
—?Mantened la formación, chicos! ?Mantened la formación!
En la confusión, Laurence casi había olvidado el desastre de la cena. Parecía que habían pasado semanas, pero Sun Kai seguía vistiendo la misma túnica bordada y llevaba las manos ocultas en las mangas, con toda calma. Para los hombres, que estaban furiosos y asustados, aquello era una provocación.
—?Que el diablo se lleve su alma! Tenemos que sacarle de aquí. ?Abajo, se?or! ?Abajo, enseguida! —gritó, se?alando hacia el portalón. Pero Sun Kai se limitó a hacer una se?a a sus hombres y subió hasta la cubierta de dragones, mientras que los criados le seguían más despacio cargando el baúl.
—?Dónde está ese maldito traductor? —preguntó Laurence—. Dyer, vaya a ver…
Pero para entonces los sirvientes ya habían subido el baúl, y cuando abrieron el candado y levantaron la tapa, no hizo falta traducción: sobre un relleno de paja había cohetes primorosamente elaborados, pintados de rojo, azul y verde como juguetes sacados de una guardería, y decorados con espirales de oro y plata. Eran inconfundibles.
Al instante, Calloway cogió uno azul que tenía franjas blancas y amarillas. Uno de los criados le explicó con nerviosos gestos de mímica cómo había que prenderlo.
—Sí, sí —dijo Calloway, impaciente, y le acercó la mecha lenta. El cohete prendió al instante y salió silbando hacia arriba, desapareciendo de la vista mucho más arriba de donde habían llegado las bengalas.
Primero se vio un resplandor blanco, después sonó un gran trueno que levantó ecos sobre las aguas, y por fin se abrió un círculo de estrellas doradas que brillaban más tenues y que quedaron un rato colgando en el aire. Cuando estallaron los fuegos artificiales, el Fleur-de-Nuit soltó un aullido bien audible e indigno. Entonces se le pudo ver perfectamente. Estaba a menos de cien metros de altura, y Temerario se lanzó al instante contra él, ense?ando los dientes y silbando furioso.
Asustado, el dragón francés se dejó caer en picado. Al hacerlo pasó rozando las garras extendidas de Temerario, pero se puso al alcance del ca?ón.
—?Harris, dispara, dispara! —gritó Macready.
El joven marino gui?ó un ojo para apuntar por la mira. La bola de pimienta voló recta y certera, aunque un poco alta. Pero como el Fleur-de-Nuit tenía unos cuernos largos y curvados que le salían de la frente, justo encima de los ojos, la bala chocó contra ellos y la pólvora de bengala estalló en una fulgurante llamarada. El dragón volvió a chillar, esta vez de auténtico dolor, y huyó enloquecido apartándose de las naves, hasta perderse en la oscuridad. Al volar sobre el barco realizó una pasada tan baja que el viento de sus alas hizo flamear ruidosamente las velas.
Harris se apartó del ca?ón y se volvió hacia los demás, ense?ando los dientes, que tenía muy separados, en una amplia sonrisa. En ese mismo momento se desplomó con un gesto de sorpresa. Su brazo y su hombro habían desaparecido. Macready cayó derribado por el cuerpo del muchacho y Laurence se arrancó del brazo una esquirla tan larga como un cuchillo y se limpió la sangre que le había salpicado la cara. El ca?ón de pimienta estaba hecho pedazos: los tripulantes del Fleur-de-Nuit habían dejado caer otra bomba mientras el dragón huía y habían alcanzado el ca?ón de lleno.
Un par de marineros arrastraron el cuerpo de Harris hasta la borda y lo arrojaron al agua. No había ninguna otra víctima. El mundo parecía extra?amente amortiguado. Calloway había disparado otro par de cohetes, y una gran sombrilla de chispas naranjas se extendía por medio cielo, pero Laurence sólo pudo oír la explosión con el oído izquierdo.