Temerario II - El Trono de Jade

—Calloway, vaya a buscar una caja de cohetes y pólvora de bengalas —ordenó Granby—. Debe de ser un Fleur-de-Nuit, ninguna otra raza puede ver sin que como poco haya luz de luna. Si al menos pararan ese ruido… —a?adió, mirando hacia arriba y entrecerrando en vano los ojos para avistar algo.

 

El fuerte crujido les avisó. Laurence cayó cuando Granby le empujó al suelo para protegerle, pero sólo un pu?ado de astillas llegó volando. Debajo se oyeron gritos: la bomba había atravesado un punto débil en el maderamen y había caído en la cocina. Por la abertura brotó un chorro de vapor caliente y el olor a tocino salado, que estaba en remojo para la cena del día siguiente. Ma?ana es jueves, recordó Laurence, pues tenía la rutina del barco tan grabada en la mente que un pensamiento siguió instantáneamente al otro.

 

—Debemos llevarle abajo —dijo Granby, agarrándole otra vez del brazo, y llamó—: ?Martin!

 

Laurence le dirigió una mirada atónita. Granby ni siquiera se dio cuenta, y Martin, tomándole del brazo izquierdo, debió de pensar que era lo más natural del mundo.

 

—No voy a dejar la cubierta —dijo Laurence con voz seca.

 

El artillero Calloway llegó jadeando con la caja. Instantes después, el silbido de la primera bengala se oyó sobre las voces más graves, y un relámpago entre amarillo y blanco iluminó el cielo. Un dragón rugió. No era Temerario, pues era demasiado grave. En el brevísimo momento que duró la luz, Laurence vislumbró a Temerario, que estaba suspendido en el aire protegiendo la nave. El Fleur-de-Nuit le había eludido en la oscuridad y estaba un poco más lejos, torciendo el cuello para alejar su mirada de la luz.

 

Temerario bramó al instante y se arrojó sobre el dragón francés, pero la bengala se apagó y cayó, dejándolo todo de nuevo negro como la brea.

 

—?Otra, otra, maldita sea! —le gritó Laurence a Calloway, que estaba mirando hacia arriba como todos los demás—. Necesitamos luz. ?Sigue lanzándolas!

 

Hubo más tripulantes que corrieron a ayudarle, demasiados: tres bengalas más subieron a la vez, y Granby se puso en medio para impedir que siguieran malgastándolas. Pronto tuvieron el tiempo sincronizado: una bengala seguía a otra en una progresión constante, y había un nuevo destello de luz cada vez que el anterior se extinguía. Las nubecillas de humo se enroscaban alrededor de Temerario y salían de sus alas como estelas a la tenue luz amarilla cuando se abalanzó rugiendo contra el Fleur-de-Nuit. El dragón francés hizo un picado para esquivarlo, y sus bombas cayeron inofensivas al mar, mientras el sonido que hacían al hundirse en el agua viajaba sobre las olas.

 

—?Cuántas bengalas nos quedan? —le preguntó Laurence a Granby, en voz baja.

 

—Unas cuatro docenas, no más —respondió Granby en tono grave: iban demasiado rápido—. Y eso incluye las que llevaba la Allegiance, además de las nuestras: su artillero nos ha traído las que tenían.

 

Calloway redujo el ritmo de disparo para aprovechar más tiempo la munición menguante, de modo que la oscuridad volvió a dominar con todo su poder entre estallidos de luz. A todos les picaban los ojos por el humo y por el esfuerzo de intentar ver algo al resplandor de las bengalas, que era débil y se extinguía enseguida. Laurence tan sólo podía adivinar qué tal se las estaría arreglando Temerario, solo y casi a ciegas, contra un adversario preparado para la batalla y con su tripulación completa.

 

—?Se?or! ?Capitán! —gritó Roland, haciéndole se?as desde la barandilla de estribor.

 

Martin ayudó a Laurence a llegar allí, pero antes de que se reunieran con Roland, uno de los últimos manojos de bengalas estalló y durante unos instantes iluminó claramente el océano que se extendía detrás de la Allegiance: dos fragatas pesadas francesas venían persiguiéndolos, con el viento a su favor, y en el agua había una docena de botes abarrotados de hombres que remaban hacia ellos por ambos lados.

 

El vigía del mástil también los había visto:

 

—?Vela a la vista! ?Nos quieren abordar! —gritó, y de pronto todo volvió a ser confusión. Los marineros corrieron por el puente para extender la red antiabordaje, mientras Riley acudía junto al enorme timón doble con su timonel y dos de los tripulantes más fuertes para intentar hacer virar la Allegiance con una prisa casi desesperada y volver su costado hacia los enemigos. No tenía sentido tratar de superar en velocidad a los barcos franceses. Las fragatas podían alcanzar diez nudos como mínimo con aquel viento, y la Allegiance jamás escaparía de ellas.