Garnett, el sobrecargo, le dio un codazo, e incluso este sonido se apagó. Sun Kai dejó la copa de vino y miró con el ce?o fruncido a lo largo de la mesa. Había percibido el cambio en la atmósfera, como si se cerniera una tormenta. Aunque sólo estaban a mitad de la cena, ya se había bebido en grandes cantidades, y muchos de los oficiales eran hombres jóvenes que empezaban a enrojecer de mortificación y rabia. Más de un hombre de la Armada, que se quedaba en dique seco durante un periodo de paz o por falta de influencias, había servido en los barcos de la Compa?ía de las Indias Orientales. Los lazos entre la Armada inglesa y su Marina mercante eran fuertes, lo que hacía que sintieran aún más aquella ofensa.
El intérprete se estaba apartando de las sillas con gesto nervioso, pero la mayoría de los demás asistentes chinos no se habían dado cuenta todavía. Uno se rió en voz alta por algún comentario de su vecino de mesa, y su carcajada sonó solitaria y extra?a en la sala.
—?Por Dios! —exclamó Franks de repente—, creo que voy a…
Sus compa?eros de mesa se apresuraron a agarrarle de los brazos y le obligaron a quedarse en la silla, tratando de hacerle callar con miradas ansiosas hacia los oficiales principales, pero había más susurros que iban subiendo de volumen. Un hombre estaba diciendo: ??… y sentados a nuestra mesa!?, entre vehementes exclamaciones de asentimiento. En cualquier momento podía producirse un estallido de consecuencias desastrosas. Hammond estaba intentando hablar, pero nadie le hacía caso.
—Capitán Riley —dijo Laurence, en tono áspero y voz muy alta, acallando los susurros de indignación—, ?sería tan amable de explicarnos cuál será el rumbo del viaje? Creo que el se?or Granby tenía curiosidad por conocer la ruta que vamos a seguir.
Granby, sentado a unas sillas de distancia, con la piel pálida bajo las quemaduras del sol, dio un respingo. Después, pasado un momento, dijo asintiendo hacia Riley:
—Sí, claro. Me haría un gran favor con ello, se?or.
—Cómo no —respondió Riley, aunque un tanto envarado. Se inclinó sobre la gaveta que había detrás de él, donde tenía los mapas. Llevó uno a la mesa y trazó el curso, hablando un poco más alto de lo normal—. Una vez que salgamos del Canal, debemos buscar un camino para sortear Francia y Espa?a. Después nos acercaremos un poco más a tierra y seguiremos la costa de áfrica lo mejor que podamos. Haremos escala en el Cabo hasta que empiece el monzón de verano, entre una semana y tres dependiendo de nuestra velocidad, y después aprovecharemos el viento todo el camino hasta el mar de la China Meridional.
Aquello rompió el peor momento de aquel lúgubre silencio, y poco a poco empezaron de nuevo las tímidas conversaciones protocolarias, pero nadie dijo una palabra a los invitados chinos, salvo Hammond, que se dirigía de vez en cuando a Sun Kai, y bajo el peso de las miradas de desaprobación incluso él flaqueó y acabó callado. Riley recurrió a pedir la tarta, y la cena se arrastró hasta un final desastroso, mucho más temprano de lo habitual.
Los marineros e infantes de marina apostados tras las sillas de los oficiales para actuar de asistentes ya empezaban a murmurar entre ellos. Cuando Laurence volvió a cubierta, izándose por la escalerilla más por la fuerza de los brazos que propiamente subiéndola, ya habían salido, y las noticias habían corrido de un extremo a otro del puente: incluso los aviadores estaban hablando con los marineros a través de la línea de separación.
Hammond salió a cubierta, se quedó mirando a los corrillos que murmuraban entre sí y se mordió los labios hasta que se le quedaron sin sangre. La ansiedad pintada en su cara le hacía parecer extra?amente viejo y demacrado. Laurence no sentía ninguna lástima por él, sólo indignación: no cabía ninguna duda de que Hammond había intentado de forma deliberada ocultar aquel vergonzoso asunto.
Riley estaba a su lado, sin probar la taza de café que tenía en la mano. Por el olor había hervido, si es que no se había quemado.
—Se?or Hammond —dijo en tono muy quedo pero con autoridad, más autoridad de la que Laurence le había oído utilizar nunca desde que tenían relación, ya que le había conocido la mayor parte del tiempo como subordinado. Una autoridad que borró de golpe cualquier traza de su humor habitualmente relajado—. Por favor, comunique a los chinos que es esencial que permanezcan abajo. Me importa un rábano qué excusa quiera darles, pero no doy un penique por sus vidas si salen a cubierta ahora. Capitán —a?adió, dirigiéndose a Laurence—, le ruego que mande a sus hombres a la cama ahora mismo. No me gusta cómo están los ánimos.
—Sí —respondió Laurence, que estaba completamente de acuerdo. Los hombres tan alterados podían comportarse de forma violenta, y de ahí al motín sólo había un paso. Y para entonces, el motivo originario del motín ya no tenía por qué importar. Le hizo una se?a a Granby—. John, envíe a los muchachos abajo, y hable con los oficiales para que mantengan tranquilos a los hombres. No queremos que se produzca ningún alboroto.
Granby asintió.