Temerario II - El Trono de Jade

Pero su esperanza resultó vana: en el momento en que llegaron los invitados se hizo un silencio paralizante, que parecía probable que continuara durante toda la cena. Aunque les acompa?aba el intérprete, al principio ninguno de los chinos habló. El embajador más viejo, Liu Bao, tampoco había acudido, dejando a Sun Kai como representante de más rango. Pero incluso él hizo sólo un saludo escueto y formal al llegar, y después guardó un silencio sereno y digno, aunque no dejaba de mirar con atención la columna gruesa como un barril del mástil de proa, pintado con franjas amarillas, que bajaba por el techo y atravesaba el centro de la mesa; y llegó hasta el punto de mirar debajo del mantel para comprobar si el mástil seguía su camino hasta la cubierta inferior.

 

Riley había reservado la parte derecha de la mesa para sus huéspedes chinos y les ense?ó cuáles eran sus sitios; pero ellos no se movieron para sentarse cuando él y sus oficiales lo hicieron, lo cual provocó confusión entre los ingleses: algunos hombres ya estaban a medio sentar y se quedaron suspendidos en el aire. Desconcertado, Riley indicó a los chinos que ocuparan sus asientos, pero tuvo que pedírselo varias veces hasta que al fin lo hicieron. No fue un buen auspicio para empezar, y tampoco sirvió para animar la conversación.

 

Los oficiales empezaron refugiándose en sus platos, pero ni siquiera esa apariencia de buenos modales duró demasiado. Los chinos no comían con cuchillo y tenedor, sino con palillos lacados que habían traído consigo. De alguna manera se las ingeniaban para llevarse la comida a la boca con ellos, y pronto los comensales británicos estaban contemplándolos con una fascinación a la vez grosera e inevitable, pues cada nuevo plato que les presentaban brindaba una oportunidad de estudiar su técnica. Los invitados se quedaron perplejos un instante ante una bandeja de pierna de cordero cortada en grandes rodajas, pero pasados unos segundos uno de los sirvientes más jóvenes procedió a enrollar con todo cuidado una de ellas usando sólo los palillos, la cogió y se la comió en tres bocados, abriendo el camino para los demás.

 

Para entonces, el guardiamarina más joven de Riley, un chico feo y rollizo de doce a?os que estaba a bordo porque su familia tenía tres votos en el Parlamento, y al que habían invitado para su propia educación más que por su compa?ía, estaba intentando imitar subrepticiamente su estilo. Para ello utilizaba a modo de palillos el cuchillo y el tenedor puestos al revés, pero sus esfuerzos no obtuvieron demasiada recompensa, salvo una mancha en los pantalones, que hasta entonces habían estado limpios. Como se encontraba en el extremo más alejado de la mesa las miradas de reproche no le llegaban, y en cuanto a los hombres que le rodeaban estaban demasiado entretenidos mirando a los chinos como para reparar en él.

 

Sun Kai tenía el puesto de honor, junto a Riley. éste, desesperado por apartar su atención de las payasadas del chico, levantó una copa, miró a Hammond con el rabillo del ojo y dijo:

 

—A su salud, se?or.

 

Hammond musitó una rápida traducción a través de la mesa. Sun Kai asintió, levantó su propia copa y dio un sorbo con cortesía, aunque no bebió demasiado: era un Madeira potente y reforzado con brandy, escogido para sobrevivir a mares tormentosos. Por un momento pareció que aquello iba a salvar la situación. El resto de los oficiales recordaron con retraso su deber de caballeros y empezaron a brindar con el resto de los invitados. La pantomima de las copas levantadas se comprendía de sobra sin necesidad de traducción, y llevaba con naturalidad a romper el hielo. Empezaron a verse sonrisas y cabeceos a ambos lados de la mesa, y Laurence oyó cómo Hammond, que estaba a su lado, exhalaba un suspiro casi inaudible, y vio que al fin probaba la comida.

 

El propio Laurence sabía que no estaba cumpliendo con su parte, pero tenía la rodilla apretada contra un caballete de la mesa, lo que le impedía estirar la pierna dolorida, y su cabeza seguía embotada a pesar de que había bebido sólo el mínimo que requería la educación. A estas alturas únicamente esperaba evitar situaciones embarazosas y se había resignado a pedir disculpas a Riley después de cenar por ser tan aburrido.

 

El teniente tercero de Riley, un tal Franks, había pasado los tres primeros brindis en silencio, sentado como una estaca y limitándose a alzar la copa con una muda sonrisa, pero el vino acabó por soltarle la lengua. Había servido en las Indias Orientales cuando era muy joven, durante la paz, y evidentemente había aprendido a balbucear algunas palabras de chino. Ahora intentó usar las menos obscenas con el caballero sentado frente a él: un hombre joven y bien afeitado llamado Ye Bing, más bien flacucho bajo el camuflaje de sus finos ropajes. Al chino se le iluminó el gesto y empezó a responder con su propio pu?ado de términos ingleses.

 

—Un muy… un mucho… —dijo, y se quedó clavado, incapaz de encontrar el resto del cumplido que quería hacer y meneando la cabeza ante las opciones que Franks le iba ofreciendo por parecerle más naturales: viento, noche, cena… Al final Ye Bing le hizo una se?a al traductor, que acudió en su ayuda:

 

—Enhorabuena por su nave: está dise?ada de forma muy inteligente.

 

Una alabanza así era una buena manera de llegar al corazón de un marino. Riley, que la había oído, interrumpió su deslavazada conversación bilingüe con Hammond y Sun Kai, que probablemente iba a acabar muriendo sola, y llamó al intérprete:

 

—Por favor, dé las gracias al caballero por sus amables palabras, se?or. Y dígale que espero que todos ustedes se encuentren lo más cómodos posible.