—Mmm, supongo que sí —dijo Temerario, cediendo—, pero nosotros no hemos hecho nada malo. Es muy desagradable por su parte quejarse así.
—Pronto emprenderemos el viaje —dijo Laurence para distraerlo—. La marea ha cambiado, y creo que ya están embarcando los últimos fardos del equipaje de la embajada.
En caso de apuro, la Allegiance podía llevar hasta diez dragones de medio tonelaje. Temerario solo apenas era carga para ella, y realmente a bordo había una asombrosa cantidad de espacio para almacenar cosas. Sin embargo, empezaban a tener la impresión de que la exagerada cantidad de equipaje de la legación china podía poner a prueba incluso la enorme capacidad del barco. Era algo muy chocante para Laurence, que estaba acostumbrado a viajar con poco más que un baúl, y le parecía desproporcionado al tama?o de la comitiva, que ya de por sí era muy grande.
Había unos quince soldados y no menos de tres médicos: uno para el propio príncipe, un segundo para los otros dos enviados y un tercero para el resto de la embajada, cada uno con sus ayudantes. Después de éstos y del intérprete, venían además un par de cocineros con sus pinches, tal vez una docena de ayudas de cámara y un número equivalente de personas que no parecían desempe?ar ninguna función concreta, incluyendo un caballero al que les habían presentado como poeta; aunque Laurence no creía que aquello fuera una traducción adecuada, lo más probable era que aquel hombre fuera algún tipo de funcionario.
Sólo el guardarropa del príncipe requería unos veinte baúles, cada uno de ellos elaboradamente tallado y provisto de cerrojos y bisagras de oro. El látigo del contramaestre tuvo que restallar más de una vez cuando los marineros más emprendedores trataron de huronear en ellos. También había que subir a bordo los incontables sacos de comida, que, al haber venido ya una vez desde China, empezaban a estar desgastados. Un enorme saco de arroz de casi cuarenta kilos se rajó entero cuando lo estaban acarreando sobre la cubierta, para alegría y placer de las gaviotas que sobrevolaban el barco; a partir de ese momento, los marineros tenían que ahuyentar cada pocos minutos a las frenéticas bandadas de aves para poder continuar con su trabajo.
Antes ya se había producido un gran alboroto a la hora de embarcar. Los ayudantes de Yongxing habían exigido, de entrada, una pasarela desde el embarcadero hasta la nave: aun en el remoto caso de que hubiesen podido acercar lo suficiente al muelle la Allegiance como para fabricar una plancha de tama?o practicable, la altura de sus cubiertas lo hacía del todo imposible. El pobre Hammond se había pasado casi una hora intentando convencerlos de que ser izados hasta la nave no suponía ningún peligro ni deshonor, y se?alando hacia el propio barco en sus intervalos de frustración a modo de argumento mudo.
Desesperado, Hammond había terminado diciéndole:
—Capitán, ?esto es mar abierto? ?Hay algún peligro?
Una pregunta absurda, con una marejada de menos de metro y medio, aunque cuando hacía más viento la barcaza de espera se balanceaba de vez en cuando contra las sogas que la amarraban al muelle; sin embargo, ni siquiera la estupefacta negativa de Laurence había satisfecho a los ayudantes. Habían llegado a creer que nunca embarcarían, pero al final el propio Yongxing se había cansado de esperar y había finalizado la discusión saliendo de entre los pesados cortinajes de su sedán y montando en la lancha, sin hacer caso ni del nervioso ajetreo de su comitiva ni de las manos que se apresuraron a tenderle los tripulantes de la barcaza.
Los pasajeros chinos que habían tenido que esperar a la segunda lancha aún estaban embarcando por estribor, para ser recibidos por una docena de infantes de marina estirados y elegantes, amén de los marineros que tenían un aspecto algo más respetable, intercalados en una hilera a lo largo del lado interior de la crujía, muy decorativos los primeros con sus brillantes casacas rojas, y los segundos con sus pantalones blancos y sus chaquetillas azules.