Temerario II - El Trono de Jade

Laurence renunció a aconsejarle cautela. La lealtad de Granby era tan obstinada como la antipatía que había sentido al principio, aunque más gratificante.

 

—Son sólo unas líneas, si no le importa. Es para el capitán Thomas Riley. Dígale que zarpamos para China dentro de una semana, y si no le importa mandar un buque de transporte, puede tener la Allegiance siempre que acuda cuanto antes al Almirantazgo. Barham no tiene a nadie para la nave, pero no olvide decirle que no ha de mencionar mi nombre.

 

—Muy bien —dijo Granby, tomando nota. Su caligrafía no era muy elegante y desparramaba las letras sin reparo, pero al menos era legible—. ?Le conoce usted bien? Tendremos que soportar al que nos manden una buena temporada.

 

—Sí, le conozco muy bien —dijo Laurence—. Fue teniente tercero mío en el Belize, y segundo en el Reliant. Estuvo presente cuando Temerario salió del huevo. Es un marino y un oficial excelente. No podríamos encontrar a nadie mejor.

 

—Yo mismo se lo llevaré al correo, y le diré que se asegure de que la carta llega a su destino —le prometió Granby—. Sería un gran alivio no tener a uno de esos tipos tan quisquillosos como… —aquí se interrumpió, azorado. Al fin y al cabo, no hacía tanto tiempo que él mismo había considerado al propio Laurence como ?uno de esos tipos quisquillosos?.

 

—Gracias, John —se apresuró a decir Laurence para ahorrarle el bochorno—. Aunque no deberíamos hacernos demasiadas esperanzas todavía. Tal vez la Armada prefiera a un hombre más veterano para la misión —a?adió, aunque en su interior sabía que había muchas posibilidades. Barham lo iba a pasar mal para encontrar a alguien que aceptara voluntariamente ese puesto.

 

Aunque a ojos de un hombre de tierra podía parecer algo impresionante, un transporte de dragones era un tipo de navío muy incómodo de comandar. Muy a menudo tenían que permanecer en puerto semanas y semanas esperando a sus pasajeros dragones, mientras la tripulación perdía el tiempo dedicándose a la bebida y las furcias. O podían pasar meses en mitad del océano, tratando de mantener la posición para servir como punto de descanso para dragones que cruzaban largas distancias: era como llevar a cabo tareas de bloqueo, y aún peor por falta de compa?ía. Había pocas oportunidades de entrar en combate o conseguir gloria, y mucho menos botín. No era un destino apetecible para cualquiera que pudiera elegir algo mejor.

 

Pero el Reliant, que después de Trafalgar había quedado muy da?ado por una tempestad, iba a estar en dique seco una buena temporada. Seguramente Riley, varado en tierra, sin influencias para conseguir otro barco y casi sin antigüedad, estaría contento de aprovechar la oportunidad que Laurence le brindaba; y lo más probable era que Barham cogiese al primer voluntario que se le presentara.

 

Laurence pasó el resto del día redactando otras cartas que tenía que escribir, aunque con poco más éxito que la anterior. No tenía sus asuntos preparados para un viaje tan largo, y había buena parte que no podría solucionar recurriendo al servicio de correos. Además, durante las últimas semanas, que habían sido terribles, había descuidado por completo su correspondencia personal. A estas alturas tenía pendientes varias respuestas, en particular a su familia. Su padre se había vuelto más tolerante con su nueva profesión tras la batalla de Dover; aunque aún seguían sin escribirse directamente el uno al otro, al menos Laurence ya no se veía obligado a ocultar que mantenía correspondencia con su madre y llevaba un tiempo dirigiéndole las cartas abiertamente. Después de toda esta historia, su padre quizá decidiría volver a suspenderle ese privilegio, pero Laurence albergaba la esperanza de que no llegara a enterarse de los detalles. Por suerte, Barham no tenía nada que ganar avergonzando a Lord Allendale; y menos aún cuando Wilberforce, su aliado político común, pretendía hacer otra ofensiva por la abolición en la próxima sesión del Parlamento.

 

Laurence garabateó otra docena de misivas apresuradas en una caligrafía muy distinta de la suya habitual. Iban dirigidas a otras personas, la mayoría de ellas marinos que sabrían comprender las exigencias de un viaje organizado con tanta premura. A pesar de que intentó ser breve, el esfuerzo le pasó factura, y cuando Jane Roland volvió a verle Laurence estaba prácticamente postrado y tenía los ojos cerrados y la espalda apoyada en los almohadones.

 

—Sí, las enviaré por ti, pero te estás comportando de una forma absurda, Laurence —le dijo, recogiendo las cartas—. Un golpe en la cabeza puede ser muy malo, aunque no te hayas roto el cráneo. Cuando tuve la fiebre amarilla no me dediqué a presumir de que estaba bien: me tumbé en la cama, me tomé mis gachas y mi ponche y conseguí recuperarme mucho antes que otros compa?eros de las Indias Occidentales que también la habían pillado.