Estaba un poco harto de tanto exceso de preocupación. Aunque los mareos y el dolor de cabeza habían remitido junto con el chichón, la pierna herida seguía empe?ándose en ceder en momentos inoportunos y enviar palpitaciones de dolor casi constantes. Le habían subido a bordo en una guindola, algo muy ofensivo para la percepción que tenía de sus propias capacidades, y después le habían sentado directamente en un sillón y le habían llevado hasta la cubierta de dragones, envuelto en mantas como un inválido; y ahora tenía a Temerario enroscado a su alrededor con todo cuidado para protegerle del viento.
Había dos escaleras que subían hasta la plataforma, una a cada lado del trinquete, y la zona de la cubierta de proa que se extendía desde la parte inferior de dichas escaleras hasta mitad de camino hacia el palo mayor estaba, por costumbre, asignada a los aviadores, mientras que el resto del espacio hasta el palo mayor pertenecía a los gavieros. El equipo de Temerario había tomado posesión ya de sus legítimos dominios, empujando con toda intención varios rollos de maroma hasta la invisible línea divisoria. El suelo de su zona estaba lleno de fardos con arneses de cuero y cestas llenas de anillas y mosquetones para demostrar a los marineros que los aviadores eran gente a la que había que respetar. Los hombres que no estaban ocupados en quitarse el equipo se habían colocado a lo largo de dicha línea en diversas actitudes de descanso o de trabajo fingido. Los alféreces habían enviado allí a jugar a la joven Roland y los otros dos cadetes mensajeros, Morgan y Dyer, y les habían asignado como misión defender los derechos de la Fuerza Aérea. Como eran tan peque?os, podían caminar con facilidad por la barandilla del barco y no hacían más que correr arriba y abajo en una buena exhibición de temeridad.
Laurence los miró con preocupación. Aún no seguía muy conforme con la idea de traer a Roland.
—?Por qué ibas a dejarla? ?Es que se ha portado mal? —fue todo lo que le preguntó Jane cuando le consultó la cuestión. Mirándola a la cara, le resultaba tan embarazoso explicarle sus preocupaciones que no lo había conseguido. Evidentemente, tenía cierta lógica llevarse a la chica por joven que fuese: tendría que enfrentarse a todas las demandas de los oficiales masculinos cuando su madre se jubilara y ella se convirtiera en capitana de Excidium. Ser demasiado blando con ella ahora sólo haría que no estuviera preparada y no le supondría ningún favor.
Aun así, ahora que estaba a bordo se arrepentía. Esto no era una base secreta, y Laurence ya había visto que, como sucedía con cualquier tripulación de un barco, había entre ellos algunos tipos desagradables, muy desagradables: borrachos, rufianes, criminales. Sentía sobre sí todo el peso de la responsabilidad de vigilar a una chica joven entre hombres de esa cala?a; por no mencionar que prefería que el secreto de que había mujeres sirviendo en la Fuerza Aérea no saliera a la luz aquí y se organizara un escándalo.
No pretendía ordenar a Roland que mintiese, de ninguna manera, y por supuesto no le había encargado tareas diferentes que a los demás; pero en privado rezaba con fervor para que la verdad siguiera escondida. Roland sólo tenía once a?os, y un vistazo superficial no bastaría para descubrir que era una chica vestida con pantalones y una chaquetilla; él mismo la había confundido al principio con un chico, pero Laurence también deseaba que las relaciones entre aviadores y marineros fueran amigables, o que al menos no fuesen hostiles, y alguien que trabara más amistad no tardaría demasiado tiempo en descubrir el verdadero sexo de Roland.
Por el momento era más probable que sus oraciones tuvieran respuesta en el caso de Roland que en el general. Los marineros, atareados con la estiba del barco, estaban hablando, y no precisamente en susurros, sobre los tipos que no tenían nada mejor que hacer que estar sentados como si fueran pasajeros. Un par de hombres efectuaron comentarios en voz alta sobre la forma en que habían dejado los cabos tirados de cualquier manera, y se dedicaron a enrollarlos de nuevo aunque no hacía falta. Laurence meneó la cabeza y guardó silencio. Sus propios hombres estaban en su derecho, y no podía reprender a los de Riley, algo que además no serviría de nada bueno.
Sin embargo, Temerario también lo había notado. Soltó un bufido y su cresta se enderezó un poco.
—Me parece que ese cable está perfectamente —dijo—. Mi tripulación ha tenido mucho cuidado al moverlo.
—No pasa nada, amigo mío. Enrollar de nuevo un cable no tiene nada de malo —se apresuró a decir Laurence.
No era demasiado sorprendente que Temerario empezara a extender sus instintos de protección y posesión también sobre la tripulación dado que ya llevaban con él varios meses, pero el momento que había elegido ahora era de lo más inapropiado: para empezar, los marineros ya estarían nerviosos por la presencia de un dragón, y si Temerario se involucraba en alguna disputa y tomaba partido por su equipo eso sólo iba a agravar las tensiones a bordo.
—Por favor, no te ofendas —a?adió Laurence mientras acariciaba el flanco de Temerario para llamar su atención—. El arranque de un viaje es muy importante. Nos interesa ser buenos camaradas de barco y no acicatear ningún tipo de rivalidad entre los hombres.