—Gracias, Jane —dijo Laurence, y no discutió más con ella. La verdad era que se encontraba muy mal, y le agradeció que corriera las cortinas y sumiera la alcoba en una reconfortante penumbra.
Pocas horas después despertó por unos instantes del sue?o al oír cierto alboroto al otro lado de la puerta de la habitación. Roland estaba diciendo:
—Ahora mismo se van a largar de aquí, o los saco a patadas hasta el recibidor. ?Qué pretenden colándose aquí para molestarle en el preciso momento en que salgo?
—Pero es que tengo que hablar con el capitán Laurence. La situación es de la máxima urgencia… —la voz que protestaba no le resultaba familiar, y sonaba bastante perpleja—. He cabalgado hasta aquí directo desde Londres…
—Si es tan urgente, puede ir a hablar con el almirante Lenton —dijo Roland—. No, me da igual si viene usted de parte del Ministerio. Tiene pinta de ser lo bastante joven para ser uno de mis guardiadragones, y no me creo ni por un segundo que tenga algo que decir que no pueda aguardar hasta ma?ana.
Con esto, Roland cerró la puerta detrás de ella, y el resto de la discusión quedó amortiguada. Laurence volvió a adormilarse. Pero a la ma?ana siguiente no había nadie para defenderle, y apenas la criada hubo traído el desayuno (las gachas y el ponche de leche caliente con que le habían amenazado, y que no abrían precisamente el apetito), se produjo un nuevo intento de invasión, esta vez con más éxito.
—Le pido disculpas, se?or, por presentarme ante usted de esta forma tan irregular —dijo el desconocido, mientras rápidamente y sin ser invitado arrastraba una silla junto al lecho de Laurence—. Le ruego que me deje explicarme. Me hago cargo de que mi aparición es bastante anómala… —apoyó en el suelo la pesada silla y se sentó, o más bien se colgó, en el mismísimo borde del asiento—. Me llamo Hammond, Arthur Hammond. El Ministerio me ha nombrado para acompa?arle a la corte de China. —Hammond era un hombre sorprendentemente joven, acaso veinte a?os, de cabello oscuro y alborotado y una expresión tan intensa que parecía iluminar su semblante pálido y fino. Al principio hablaba sin completar las frases, dividido entre las disculpas formales y su evidente impaciencia por entrar en materia—. El hecho de que no haya habido presentación, le ruego que me disculpe, pero nos ha tomado completamente por sorpresa, y Lord Barham ya ha fijado el día 23 como fecha para zarpar. Si usted lo prefiere, por supuesto, podemos presionarle para que extienda un poco ese plazo…
De todas las cosas del mundo, esta última era la que más quería evitar Laurence, aunque el ímpetu de Hammond le tenía un poco desconcertado. Rápidamente, dijo:
—No, se?or, estoy enteramente a su disposición. No podemos retrasar la partida para intercambiar formalidades, sobre todo cuando al príncipe Yongxing ya se le ha prometido esa fecha.
—?Ah! Opino lo mismo que usted —respondió Hammond, muy aliviado.
Al mirarle a la cara y calcular sus a?os, Laurence sospechó que si había recibido aquel nombramiento era tan sólo por falta de tiempo. Pero Hammond no tardó en refutar la idea de su única cualificación: que estaba dispuesto a ir a China en el acto. Tras ponerse algo más cómodo, sacó un grueso fajo de documentos que hasta ese momento habían estado hinchando la parte delantera de su abrigo, y empezó a exponer con gran detalle y velocidad las perspectivas de su misión.
Laurence fue incapaz de seguirle casi desde el principio. De forma inconsciente, Hammond soltaba parrafadas en lengua china, cuando consultaba alguno de sus documentos escrito en ese idioma, y mientras hablaba en inglés se extendió bastante sobre el tema de la embajada de Macartney a China, que había tenido lugar catorce a?os antes. Laurence, que en aquella época acababa de ascender a teniente y estaba concentrado en cuestiones navales y en su propia carrera, apenas recordaba la existencia de esa legación, y mucho menos los detalles.
Sin embargo, no interrumpió inmediatamente a Hammond: por una parte el torrente de su conversación no dejaba ninguna pausa apropiada para ello, y por otra su monólogo sonaba casi tranquilizador. Hammond hablaba con una autoridad impropia de sus a?os, un evidente dominio de la materia y, aún más importante, sin el menor asomo de la descortesía que Laurence había llegado a esperar de Barham y del Ministerio. Laurence se sentía tan agradecido ante la posibilidad de tener un aliado que le escuchó de buen grado, aunque todo lo que sabía de aquella expedición era que el buque de Macartney, el Lion, había sido el primer barco occidental que había trazado un mapa de la bahía de Zhitao.