Sun Kai, el más joven de los embajadores, saltó con facilidad desde la guindola y se quedó unos instantes contemplando con aire pensativo el trajín de la cubierta. Laurence se preguntó si tal vez desaprobaba el bullicio y el desorden que reinaban allí, pero no; al parecer sólo estaba intentando mantener el equilibrio. Probó dando unos cuantos pasos adelante y atrás, y después decidió arriesgarse un poco más recorriendo toda la longitud de la galería ida y vuelta con paso más seguro, mientras llevaba las manos entrelazadas detrás de la espalda y contemplaba con ce?o fruncido y gesto de concentración el aparejo. Era obvio que trataba de seguir aquel laberinto de cuerdas desde su origen hasta su conclusión.
Esto complació mucho a los hombres que estaban de exposición, ya que al fin podían observar a los demás a cambio de ser observados. El príncipe Yongxing los había decepcionado a todos, pues casi al instante se había esfumado a los alojamientos privados que le habían preparado a popa. Sun Kai, alto e impasible con su larga coleta negra y su frente afeitada, vestido con un espléndido traje azul bordado en rojo y naranja, era un espectáculo casi igual de bueno, y no mostraba ningún interés por buscar sus propios aposentos.
Enseguida pudieron gozar de una diversión mejor. De abajo empezaron a llegar exclamaciones y gritos, y Sun Kai se acercó a la barandilla para asomarse. Laurence se incorporó y vio que Hammond corría hacia la borda, pálido de terror, ya que se había oído un sonoro chapoteo, pero momentos después, el embajador más veterano apareció finalmente sobre la borda, chorreando agua por la parte inferior de sus ropas. Pese a su desventura, el hombre de barba gris bajó a cubierta riéndose a carcajadas de lo que le había pasado y desechando con un gesto lo que parecían ser las urgentes disculpas de Hammond. Se palmeó la abultada panza con expresión afligida y después se alejó para reunirse con Sun Kai.
—Ha escapado por poco —comentó Laurence, recostándose de nuevo en su asiento—. Si se hubiera caído de verdad, esas ropas le habrían arrastrado hasta el fondo en cuestión de segundos.
—Lo que siento es que no se hayan caído todos —murmuró Temerario con voz discreta para un dragón de veinte toneladas. Es decir, no muy discreta. Hubo risitas en cubierta, y Hammond miró a su alrededor con gesto nervioso.
El resto de la comitiva fue izado a bordo sin más incidentes y distribuido por el barco casi con tanta rapidez como su equipaje. Cuando la operación quedó ultimada por fin, Hammond pareció muy aliviado, usó el dorso de la mano para secarse la frente, que estaba empapada pese a que el aire era frío y cortante, y se dejó caer sobre una taquilla que había en la galería, para enojo de la tripulación. Con él en medio no podían subir de nuevo la lancha a bordo, y sin embargo también era un pasajero y miembro de la embajada, demasiado importante para decirle sin más que se apartara.
Compadecido de todos ellos, Laurence buscó a sus mensajeros. Les habían dicho a Roland, Morgan y Dyer que se quedaran tranquilos en la cubierta de dragones y no estorbaran, de modo que estaban sentados en fila al borde de la plataforma, balanceando los pies en el vacío.
—?Morgan! —dijo Laurence, y el chaval de pelo oscuro se puso en pie y corrió hacia él—. Ve a ver al se?or Hammond e invítale a que se siente aquí conmigo, si no le importa.
El rostro de Hammond se iluminó al recibir la invitación, y acudió a la cubierta al instante. Ni siquiera se percató de que detrás de él los hombres empezaban inmediatamente a aparejar las poleas para izar a bordo la lancha.
—Gracias, se?or. Gracias, es muy amable —dijo. Se sentó en otro cajón que Morgan y Roland le trajeron empujándolo por el suelo y aceptó con más gratitud aún la oferta de una copa de brandy—. Si Liu Bao llega a ahogarse, no tengo ni idea de cómo habría arreglado la situación.
—?Es así como se llama ese caballero? —preguntó Laurence. Todo lo que recordaba del embajador más viejo en la reunión del Almirantazgo eran sus ronquidos más bien silbantes—. Habría sido un inicio poco propicio para el viaje, pero no creo que Yongxing pudiera echarle la culpa a usted por el traspiés del otro.
—No, en eso se equivoca usted —dijo Hammond—. Es un príncipe: puede culpar a cualquiera y por cualquier cosa.
Laurence pensó al principio que aquello era un chiste, pero Hammond lo dijo en tono serio y abatido. Tras beberse la mayor parte del brandy en lo que a Laurence, pese a que lo conocía de hacía poco, le pareció un silencio poco habitual en él, Hammond a?adió de repente:
—Y, perdóneme, por favor… Debo mencionar lo perjudiciales que pueden ser ciertos comentarios… Las consecuencias de una ofensa pronunciada en un momento y sin pensar…
Laurence tardó un rato en darse cuenta de que Hammond se refería al rencoroso comentario pronunciado por Temerario. El dragón fue más rápido y contestó por sí mismo:
—No me importa si no les caigo bien —repuso—. A lo mejor así me dejan en paz, y no tengo que quedarme en China —al ocurrírsele aquella idea, enderezó la cabeza con repentino entusiasmo—. Si fuera muy grosero con ellos, ?cree usted que se irían ahora mismo? —y a?adió—: Laurence, ?qué puede ser especialmente ofensivo?