—Bien —dijo en tono lúgubre—, antes de que ése termine de escribir la nota, voy a ver si consigo que nos adentremos todo lo posible en alta mar. Si los chinos se indignan por mi insolencia, al menos con este viento les puedo decir sin faltar a la verdad que ya no podemos volver a puerto para que me echen del barco a patadas, y quizá se les haya pasado el enfado para cuando lleguemos a Madeira.
Bajó al alcázar y dio la orden. Al momento, los hombres que operaban los enormes cabrestantes cuádruples pusieron manos a la obra, y sus gritos y gru?idos llegaron desde las cubiertas inferiores mientras el cable subía por la serviola de hierro. El anclote más peque?o de la Allegiance era tan grande como el ancla mayor de proa de cualquier otro barco, y la envergadura de sus brazos superaba la altura de un hombre.
Para alivio de los marineros, Riley no dio orden de tirar de la nave con la soga del anclote. Un pu?ado de hombres la apartó de los pilotes empujando con pértigas de hierro, y ni siquiera esto hacía falta: el viento soplaba del noroeste, perpendicular a estribor, y con eso y la marea el barco se alejaba fácilmente del puerto. Llevaba sólo las gavias, pero Riley dio orden de desplegar los juanetes y los foques tan pronto como soltaron amarras. Pese a sus comentarios pesimistas, pronto se deslizaban por las aguas a un ritmo respetable. La nave no tenía mucha deriva con aquella quilla tan larga y profunda, y empezó a descender por el Canal de forma majestuosa.
Temerario había girado la cabeza hacia delante para disfrutar del viento de su avance: parecía el mascarón de un antiguo barco vikingo. Laurence sonrió ante la idea. Al ver su expresión, Temerario le dio un empujón afectuoso.
—?Me lees? —le preguntó ilusionado—. Sólo nos quedan dos horas de luz.
—Será un placer —repuso Laurence, y se incorporó en el asiento para buscar a uno de sus mensajeros—. ?Morgan! —llamó—. ?Serías tan amable de ir abajo y traer el libro que hay encima de mi arcón? El de Gibbon. Vamos por el segundo volumen.
Habían reconvertido a toda prisa el camarote del gran almirante, a popa, en una especie de suite para el príncipe Yongxing; mientras que el del capitán, que estaba bajo la cubierta de popa, había sido dividido para los otros dos embajadores principales. Junto a ellos había otros dormitorios más peque?os que se habían distribuido entre la multitud de guardias y sirvientes, desplazando no sólo al propio Riley, sino también al primer oficial del barco, Lord Purbeck, al cirujano, al sobrecargo y a varios oficiales más. Por suerte, los alojamientos de proa, que habitualmente se reservaban para los aviadores de más alta graduación, estaban casi vacíos, ya que Temerario era el único dragón a bordo. Aun después de repartirlos entre todos no había escasez de sitio; y, para la ocasión, los carpinteros de la nave habían derribado los mamparos de sus camarotes creando así un gran comedor.
Demasiado grande, al principio Hammond había objetado:
—No puede parecer que tenemos más sitio que el príncipe —explicó, y así hubo que desplazar los mamparos casi dos metros, con lo que las mesas quedaron bastante apretadas.
Riley había obtenido casi tanto beneficio de la enorme recompensa conseguida tras la captura del huevo de Temerario como el propio Laurence: por suerte para él, podía permitirse mantener una mesa provista de buenos manjares y para muchos comensales. Ciertamente, la ocasión exigía recurrir a cualquier mueble que pudiera encontrarse a bordo. Una vez que se hubo recuperado de la conmoción de que su invitación fuera aceptada, aunque sólo en parte, Riley invitó también a los miembros más veteranos de la sala de suboficiales, a los propios tenientes de Laurence y a cualquier otra persona presuntamente capaz de mantener una conversación civilizada.
—Pero el príncipe Yongxing no va a acudir —dijo Hammond—, y entre todos los demás no saben ni una docena de palabras en inglés. Salvo el traductor, y sólo es uno.
—Entonces al menos podemos armar suficiente barullo entre nosotros mismos como para no cenar incómodos por culpa del silencio —dijo Riley.