Ye Bing hizo una inclinación de cabeza y dijo a través del traductor:
—Gracias, se?or. Ya lo estamos mucho más que en nuestro viaje de ida. Para traernos hicieron falta cuatro barcos, y uno de ellos resultó ser desgraciadamente lento.
—Capitán Riley, supongo que ya habrá doblado usted el cabo de Buena Esperanza… —le interrumpió Hammond. Laurence le miró, sorprendido de su falta de modales.
Aunque Riley también parecía perplejo, se volvió para responderle con toda cortesía, pero Franks, que había pasado la mayor parte de los últimos dos días encerrado en la maloliente bodega para supervisar la estiba del equipaje, dijo con cierta irreverencia propia del alcohol:
—?Sólo cuatro barcos? Me sorprende que no tomaran seis. Debieron de venir como sardinas en un barril.
Ye Bing asintió y dijo:
—Los barcos eran peque?os para un viaje tan largo, pero cuando se sirve al emperador toda incomodidad es un placer; y, en cualquier caso, eran los barcos más grandes que teníais en Cantón en ese momento.
—?Oh! ?Así que fletaron ustedes barcos de la Compa?ía de las Indias Orientales? —preguntó Macready. Era teniente de infantería de marina, un hombre enjuto y nervudo, y lucía unas gafas poco acordes con su rostro surcado de cicatrices. No había malicia, pero sí un innegable tono de superioridad en su pregunta y en las sonrisas que intercambiaron los hombres de la Armada. Los arquetipos repetidos una y otra vez en el servicio eran que los franceses sabían construir barcos pero no manejarlos, que los espa?oles eran violentos e indisciplinados y que los chinos no poseían una flota digna de tal nombre; verlos confirmados siempre era agradable y alentador.
—Cuatro barcos en el puerto de Cantón, y ustedes llenaron sus bodegas de equipaje en vez de porcelana y seda: debieron de cobrarles un ojo de la cara —a?adió Franks.
—Qué extra?o que diga eso —respondió Ye Bing—. Aunque navegábamos bajo el sello del emperador, cierto es, un capitán intentó exigir un pago, y después incluso intentó marcharse sin permiso. Algún espíritu maligno debió de apoderarse de él y le hizo actuar de una forma tan insensata, pero creo que los oficiales de su Compa?ía consiguieron encontrar a un doctor que le tratara, y se le permitió pedir disculpas.
Franks, como era de esperar, se le quedó mirando de hito en hito.
—Pero entones, ?por qué les trajeron si ustedes no les pagaron?
Ye Bing le devolvió la mirada, sorprendido a su vez por la pregunta.
—Los barcos fueron confiscados por un edicto imperial. ?Qué otra cosa podrían haber hecho? —se encogió de hombros, como para zanjar el asunto, y volvió su atención a los platos. Por lo visto, aquella ración de información le parecía menos significativa que las tartaletas de mermelada que el cocinero de Riley había preparado con el último plato.
Laurence dejó caer el cuchillo y el tenedor. Había tenido poco apetito desde el primer momento, y ahora acababa de perderlo por completo. Que pudieran hablar como si tal cosa de la incautación de naves y propiedades inglesas, de la servidumbre obligatoria de unos marinos británicos a un trono extranjero… Por unos instantes casi se convenció a sí mismo de que lo había malinterpretado: todos los periódicos del país deberían haber puesto el grito en el cielo ante tal incidente, y sin duda el gobierno habría elevado una propuesta formal. Después miró a Hammond. El diplomático estaba pálido y alarmado, pero no sorprendido. Y todas las dudas de Laurence se disiparon en cuanto recordó la patética y casi rastrera conducta de Barham, y los intentos de Hammond por cambiar el rumbo de la conversación.
El resto de los ingleses no tardó mucho más en comprender lo que pasaba, y los oficiales empezaron a murmurar y susurrar entre sí a lo largo de la mesa. Riley, que llevaba todo ese rato respondiendo a Hammond, empezó a hablar más despacio y al fin se detuvo. Para animarle a que siguiera hablando, Hammond se apresuró a preguntarle:
—?Y fue dura la travesía del cabo? Espero que no tengamos que temer mal tiempo durante el viaje…
Pero su pregunta llegó demasiado tarde. Un silencio absoluto se hizo en el comedor, salvo por los ruidos que hacía el joven Tripp al masticar.