El viento del noreste estaba refrescando y era muy frío. Laurence se espabiló de su duermevela y levantó la mirada hacia las estrellas. Sólo habían pasado unas cuantas horas. Se acurrucó entre las mantas, al lado de Temerario, e intentó no hacer caso del dolor constante en su pierna. El puente estaba extra?amente tranquilo. Los tripulantes que quedaban en cubierta apenas se atrevían a conversar bajo la mirada severa y vigilante de Riley, aunque de vez en cuando Laurence alcanzaba a escuchar cómo los hombres que estaban en lo alto del aparejo se intercambiaban murmullos ininteligibles. No había luna, sólo unos cuantos faroles en cubierta.
—Tienes frío —le dijo Temerario de pronto, y Laurence se giró para ver aquellos ojos grandes y azules que le estaban estudiando—. Ve adentro, Laurence. Tienes que ponerte bien, y yo no voy a dejar que nadie le haga da?o a Riley. O a los chinos, supongo, si es que no quieres que se lo hagan —a?adió, aunque con poco entusiasmo.
Laurence asintió, cansado, y volvió a levantarse con cierto esfuerzo. Pensó que el peligro había pasado, al menos por el momento, y no tenía ningún sentido quedarse allí arriba.
—?Estás cómodo?
—Sí. Con el calor que viene de abajo estoy bien caliente —respondió Temerario. En efecto, Laurence podía sentir el calor de la cubierta de dragones incluso a través de la suela de las botas.
Se estaba mucho más a gusto dentro, al resguardo del viento. La pierna le asestó dos molestas punzadas de dolor mientras bajaba a la cubierta superior de literas, pero sus brazos aguantaron su peso y le sostuvieron hasta que pasó el espasmo. Después consiguió llegar hasta su camarote sin caerse.
La cabina tenía varias claraboyas peque?as y bonitas, no había corrientes de aire y, como estaba cerca de las cocinas del barco, estaba aún caliente a pesar del viento. Uno de los mensajeros le había encendido el fanal, y el libro de Gibbon seguía abierto sobre la cómoda. Se durmió casi al instante, a pesar del dolor. El balanceo de la hamaca le resultaba más familiar que cualquier cama, y el suave susurro del agua en los costados del barco era un arrullo constante y sin palabras.
Se despertó de repente, y el aire escapó de su cuerpo antes de que abriera los ojos del todo: había sentido un ruido más que oírlo. El barco se inclinó de golpe, y Laurence estiró una mano para no golpearse con el techo. Una rata pasó resbalando por el suelo y chocó contra las taquillas de proa antes de esconderse de nuevo en la oscuridad, indignada.
El buque se enderezó casi al instante. El viento no soplaba más potente de lo habitual y no había una marejada fuerte. Laurence comprendió enseguida que Temerario había levantado el vuelo. Se puso por encima el capote y salió descalzo y en camisón. El tambor estaba llamando a todos a sus puestos, y su nítido staccato resonaba en las paredes de madera. Cuando Laurence salía cojeando de su camarote, el carpintero y sus compa?eros le adelantaron a toda prisa para despejar los mamparos. Sonó otro ruido muy fuerte. Bombas, reconoció ahora, y de pronto Granby apareció a su lado, un poco menos desali?ado que él, ya que había dormido con los calzones puestos. Laurence aceptó su brazo sin vacilar, y con su ayuda se las arregló para abrirse paso entre la aglomeración de gente y llegar a la cubierta de dragones a pesar de la confusión. Los marineros corrían frenéticos hacia las bombas de agua y echaban cubos por la borda para recogerla, verterla por las cubiertas y empapar las velas. Unas llamas de color entre amarillo y naranja empezaban a extenderse en el borde de la gavia de mesana, que estaba enrollada. Uno de los guardiamarinas, un chico de trece a?os lleno de granos al que Laurence había visto hacer el gamberro esa ma?ana, trepó a la verga valientemente con la camisa empapada en la mano y las apagó.
No había ninguna otra luz, nada que revelara lo que estaba sucediendo en las alturas, y sí demasiados ruidos y gritos para oír algo de la batalla: Temerario podría haber estado rugiendo con toda la potencia de su voz y ellos no lo habrían oído.
—Tenemos que lanzar una bengala enseguida —dijo Laurence, cogiendo las botas de manos de Roland, que se las había traído corriendo, mientras que Morgan le llevaba los calzones.