—?Preparados! —ordenó el cabo.
Laurence no sabía qué hacer. Si ordenaba a Temerario que derribara el ca?ón, estarían atacando a unos camaradas, soldados que sólo estaban cumpliendo con su deber. Era algo imperdonable incluso para él, y únicamente un poco menos inconcebible que quedarse mirando cómo herían a Temerario o a sus propios hombres.
—?Qué demonios están haciendo todos ustedes aquí?
Keynes, el cirujano de dragones asignado al cuidado de Temerario, acababa de volver al claro, seguido por dos ayudantes que se tambaleaban cargados de vendajes limpios y blancos y fino hilo de seda para coser. Keynes se abrió camino entre los perplejos infantes de marina. El cabello blanquecino y la casaca salpicada de sangre le conferían una autoridad que nadie se atrevió a desafiar, y el cirujano arrancó la mecha de las manos del hombre que estaba junto al ca?ón de pimienta. La tiró al suelo y la aplastó con el pie, y después miró a su alrededor, sin perdonar ni a Barham y sus marineros ni a Granby y sus hombres, furioso con todos de forma imparcial.
—Acaba de llegar del campo de batalla. ?Es que se han vuelto todos locos? Después de un combate no se puede provocar a los dragones de esta forma. En medio minuto tendremos al resto de la base aquí, y no sólo a ese enorme entrometido de ahí —a?adió, se?alando a Maximus.
De hecho, ya había varios dragones más alzando sus cabezas sobre los árboles, estirando el cuello para ver qué estaba pasando y armando un gran estrépito al tronchar las ramas. El suelo tembló bajo sus pies cuando Maximus, avergonzado, se dejó caer en un intento de disimular un poco su curiosidad. Barham miró con inquietud a los muchos espectadores inquisitivos que le rodeaban. Los dragones solían comer justo después de la batalla: muchos de ellos tenían sangre chorreando por las mandíbulas, y se oía perfectamente el crujido de los huesos al romperse mientras los masticaban.
Keynes no le dio tiempo a recuperarse.
—?Fuera, fuera de aquí todos ustedes! No puedo trabajar en medio de este circo. Y en cuanto a usted —rega?ó a Laurence—, túmbese ahora mismo. He dado órdenes para que le llevaran directamente con los médicos. Sólo Dios sabe qué da?o debe estar haciéndole a esa pierna dando saltitos sobre ella. ?Dónde está Baylesworth con la camilla?
Barham, vacilante, se sorprendió al oír aquello.
—?Laurence está bajo arresto, y pienso poner entre rejas también a todos esos perros amotinados! —empezó, pero sólo consiguió que Keynes se volviera contra él.
—Puede arrestarle por la ma?ana, cuando le hayan examinado esa pierna, y también a su dragón. ?En mi vida he visto nada más detestable ni menos cristiano que atacar de esta forma a hombres y animales heridos…!
Keynes estaba agitando literalmente el pu?o frente al rostro de Barham. Una perspectiva alarmante, gracias a las pinzas quirúrgicas en forma de gancho de más de un palmo que sostenía entre los dedos, y además la fuerza moral de su argumento era muy grande. Involuntariamente, Barham retrocedió. De muy buen grado, los infantes de marina se tomaron aquello como una se?al y empezaron a retirarse del claro llevándose el ca?ón. Barham, frustrado y abandonado por sus hombres, no tuvo más remedio que ceder.
El momento de descanso conseguido de esta forma duró muy poco. Los médicos se rascaron las cabezas al ver la pierna de Laurence. No tenía el hueso roto, pese al insoportable dolor que sintió cuando se la palparon sin ninguna delicadeza, y no había heridas visibles, salvo unas grandes magulladuras moteadas que cubrían casi toda su piel. La cabeza también le dolía una barbaridad, pero había poco que pudieran hacer salvo ofrecerle láudano, que él rechazó, y ordenarle que no apoyara el peso en la pierna. Un consejo tan práctico como innecesario, pues no podía aguantarlo ni un instante sin desplomarse.
Mientras, cosieron las heridas del propio Temerario, que, por suerte, eran leves, y a base de mucha persuasión Laurence consiguió convencerlo de que comiera un poco a pesar de los nervios. A la ma?ana siguiente era obvio que el dragón se estaba curando bien, sin fiebre por infección, y no había excusa ya para más demora. El almirante Lenton había convocado formalmente a Laurence, ordenándole que se presentara a informar en el cuartel general de la base. Tuvieron que llevarle en una silla de ruedas, y tras él quedó un nervioso e inquieto Temerario.