Temerario II - El Trono de Jade

—Vive l’empereur! —gritó el teniente para animar a sus hombres, a los que también estaba observando. Después, la posición favorable le hizo cobrar ánimos y atacó de nuevo, buscando la pierna de Laurence. éste desvió el golpe. Sin embargo, la espada sonó de una forma extra?a al recibir el impacto, y se dio cuenta con desagradable sorpresa de que estaba peleando con su arma de gala, la misma que había llevado al Almirantazgo la víspera: no había tenido tiempo de cambiarla por otra.

 

Empezó a pelear más de cerca, tratando de evitar que la espada del francés golpeara por debajo de la mitad de su propia hoja: si se rompía, no quería perder la espada entera. Otro golpe directo, a su brazo derecho. También lo bloqueó, pero esta vez diez centímetros de acero se partieron, marcando una fina línea en su mandíbula antes de caer lejos con un brillo entre rojo y dorado por el reflejo de las llamas.

 

El francés había comprobado ya la debilidad de su hoja y estaba intentando quebrarla en pedazos. Un nuevo golpe envió lejos otra porción de espada: Laurence se estaba batiendo ahora con sólo quince centímetros de acero, y los brillantes pegados a la empu?adura recubierta de plata parecían burlarse de él con su ridículo brillo. Apretó los dientes. No pensaba rendirse y ver cómo llevaban a Temerario a Francia: antes iría al propio infierno. Si saltaba sobre su costado y le avisaba, había alguna posibilidad de que Temerario pudiera atraparle; si no, al menos no sería responsable de poner a su dragón en manos de Napoleón.

 

En ese momento se oyó un grito. Granby estaba subiendo por la cincha de cola sin la ayuda de mosquetones; después se aseguró y arremetió contra el francés que vigilaba el lado derecho de la cincha del vientre. El hombre cayó muerto, y casi al momento seis ventreros subieron a la parte superior del dragón. Los atacantes que aún quedaban cerraron filas en un grupo compacto, pero en cuestión de segundos tendrían que rendirse o morir. Martin se había vuelto y ya estaba trepando por encima del cuerpo de Quarle, liberado por la ayuda de los de abajo, y su espada estaba lista.

 

—Ah, voici un joli gachis[2] —dijo el teniente en tono de desesperación, pues también lo había visto. En un último y valiente intento, enganchó la empu?adura de Laurence con su propia hoja y utilizó ésta como palanca para tratar de arrancar la espada de las manos de su enemigo con un fuerte tirón. Pero en el mismo momento en que lo hizo se tambaleó, sorprendido, y le brotó sangre de la nariz. El teniente cayó hacia delante y se desplomó en brazos de Laurence, sin sentido. Detrás de él, el joven Digby mantenía el equilibrio a duras penas, sujetando la bola de metal atada a la soga de medición: había venido reptando desde su puesto de vigía en el hombro de Temerario y había golpeado al francés en la cabeza.

 

—?Bien hecho! —le felicitó Laurence cuando comprendió lo que había ocurrido. El muchacho enrojeció de orgullo—. Se?or Martin, lleve a este hombre abajo, a la enfermería, si tiene la bondad —Laurence le pasó el cuerpo inerte del francés—. Se ha batido como un león.

 

—Muy bien, se?or —La boca de Martin seguía moviéndose, estaba diciendo algo más, pero un rugido que venía de arriba ahogó su voz. Fue lo último que oyó Laurence.

 

El runrún grave y peligroso del gru?ido de Temerario, justo sobre él, penetró a través de su asfixiante inconsciencia. Laurence intentó moverse y mirar a su alrededor, pero la luz le acuchillaba los ojos y la pierna no quería responder en absoluto. Tanteándose a ciegas el muslo, descubrió que lo tenía enredado con las cinchas de cuero de su arnés, y notó un reguero de sangre donde una de las hebillas le había desgarrado los pantalones y la piel.

 

Por un momento pensó que tal vez los habían capturado. Pero las voces que oía eran inglesas, y después reconoció a Barham gritando y a Granby diciendo en tono feroz:

 

—No, se?or, no dé un solo paso más. Temerario, si esos hombres se acercan, puedes derribarlos.

 

Laurence se esforzó por incorporarse, y de repente aparecieron varias manos ansiosas por ayudarle.

 

—Tranquilo, se?or. ?Está usted bien?

 

Era el joven Digby, que le puso en las manos un odre de agua que goteaba. Laurence se humedeció los labios, pero no se atrevió a beber. Tenía el estómago revuelto.

 

—Ayudadme a ponerme en pie —pidió con voz ronca, mientras intentaba entreabrir los ojos.

 

—No, se?or, no debe hacerlo —susurró Digby en tono apremiante—. Ha recibido usted un fuerte golpe en la cabeza, y esos tipos han venido a arrestarle. Granby nos ha dicho que tenemos que mantenerle fuera de la vista y esperar a que llegue el almirante.

 

Laurence estaba tendido bajo la protectora curva de la pata delantera de Temerario, y lo que había bajo él era la tierra batida del claro. Digby y Allen, los vigías de proa, estaban acurrucados a ambos lados de él. No muy lejos, unos peque?os regueros de sangre corrían por la pata de Temerario y manchaban de negro el suelo.

 

—?Está herido! —exclamó Laurence, y trató de levantarse de nuevo.