Laurence se mostró de acuerdo con estos arreglos sin querer indagar más. Según recordaba, la se?ora Willoughby era una metodista bastante estricta; seguro que se sentiría más feliz si sólo sabía que la tumba de su hijo era tan elegante y estaba bien cuidada.
Después Laurence volvió a la isla con Temerario y unos cuantos hombres para recoger todas sus pertenencias, que habían dejado olvidadas con las prisas y la confusión. Ya habían retirado todos los cadáveres, pero en las paredes exteriores del pabellón aún se veían manchas de humo donde se habían cobijado los atacantes y sangre seca en las piedras. Temerario se quedó mirando un buen rato en silencio y después apartó la cabeza. Dentro de la residencia, habían volcado salvajemente los muebles y desgarrado las mamparas de papel de arroz; también habían forzado los baúles para sacar sus ropas y pisotearlas.
Laurence recorrió las diversas estancias mientras Blythe y Martin se dedicaban a recoger todo lo que aún estaba en condiciones lo bastante buenas como para molestarse en ello. Su propia alcoba había sido saqueada a conciencia. Habían volcado la cama contra la pared, tal vez creyendo que podía estar escondido debajo, y los numerosos paquetes que guardaban sus compras estaban tirados por toda la habitación. Junto a algunos de ellos había regueros de polvos y a?icos de porcelana, como una especie de rastro, y había jirones de seda deshilachados colgados por la alcoba de una forma casi decorativa. En un rincón estaba el gran bulto que guardaba el jarrón rojo. Laurence se agachó y empezó a abrir el envoltorio lentamente, y de pronto se descubrió mirando a través de una inexplicable nube de lágrimas: la brillante superficie de porcelana estaba intacta, ni siquiera se había desportillado, y bajo el sol de la tarde ba?aba sus manos con vivos matices de luz intensa y carmesí.
El auténtico verano había llegado ya a la ciudad. Las piedras se calentaban durante el día como yunques en una fragua, y el viento traía sin cesar nubes de un fino polvo amarillo que provenía del inmenso desierto del Gobi, al oeste. Hammond estaba enfrascado en un lento y elaborado baile de negociaciones, que por lo que Laurence alcanzaba a ver sólo avanzaban en círculos: una secuencia de cartas lacradas que iban y venían de la casa, algunas bagatelas que recibían y correspondían como regalos, promesas vagas y poca acción. Mientras tanto, todos estaban cada vez más impacientes y de peor humor, excepto Temerario, que aún estaba ocupado con su educación y su cortejo. Mei venía a la residencia a ense?arle todos los días, muy elegante con su refinado collar de plata y de perlas; su piel tenía un matiz azul oscuro, con motas violetas y amarillas sobre las alas, y llevaba numerosos anillos de oro en las garras.
—Mei es una dragona encantadora —le dijo Laurence a Temerario tras su primera visita, sintiéndose como si fuera al martirio. No había escapado a su atención que Mei era muy hermosa, al menos hasta donde él sabía juzgar la belleza dragontina.
—Me alegra que tú también lo creas —dijo Temerario, animándose. Las puntas de su gorguera se irguieron trémulas—. Sólo hace tres a?os que salió del huevo y acaba de pasar sus primeros exámenes con honor. Me ha estado ense?ando a leer y escribir, y ha sido muy amable, no se ha burlado de mí en ningún momento por no tener ni idea.
No podía quejarse de los progresos de su alumno, de eso Laurence estaba seguro. Temerario ya había dominado la técnica de escribir en las mesas con bandejas de arena usando sus garras y Mei alababa su caligrafía sobre la arcilla; también le prometió que pronto le ense?aría los trazos más rígidos que se utilizaban para inscribir la madera blanda. Laurence le veía afanarse garabateando hasta las últimas horas de la tarde, mientras aún había luz, y a menudo le servía de auditorio en ausencia de Mei; los tonos ricos y sonoros de la voz de Temerario eran muy agradables, aunque las palabras de la poesía china le resultaban ininteligibles excepto cuando se detenía para traducirle algún pasaje de particular belleza.
Los demás tenían poco en que ocupar su tiempo. De vez en cuando, Mianning los invitaba a cenar, y en una ocasión les ofreció una diversión que consistía en un concierto de lo menos armonioso y las piruetas de unos excelentes acróbatas, casi todos ellos ni?os tan ágiles como cabras montesas. A veces realizaban la instrucción con sus armas de mano en el patio que había detrás de la residencia, pero con el calor que hacía no resultaba nada placentero, y después se alegraban de volver al fresco de las galerías y jardines del palacio.
Unas dos semanas después del traslado al palacio, Laurence estaba sentado leyendo en el balcón que daba al patio donde Temerario dormía, mientras Hammond trabajaba en unos documentos en el escritorio del salón. Un criado entró con una carta. Hammond rompió el sello, la ojeó rápidamente y le dijo a Laurence: