—?Hemos gastado nuestros fondos? —Laurence empezó a arrepentirse demasiado tarde de sus compras—. He despilfarrado un poco, pero aún me queda algo de oro, y no tienen el menor problema en aceptarlo cuando ven que es auténtico.
—Gracias, Laurence, pero no necesito atracarle. Aún no nos hemos convertido en morosos —dijo Riley—. Estoy pensando sobre todo en la vuelta a casa… Con un dragón al que alimentar, espero.
Laurence no supo cómo responder, contestó con una evasiva y guardó silencio para que Hammond llevara el peso de la conversación.
Después del desayuno, Sun Kai vino a informarles de que al atardecer se celebrarían un banquete y un espectáculo para dar la bienvenida a los recién llegados: una gran representación teatral.
—Laurence, voy a ir a ver a Qian —anunció Temerario, asomando la cabeza a la habitación mientras el capitán examinaba su ropa—. No irás a salir, ?verdad?
Se había vuelto mucho más protector desde el ataque y se negaba a dejar a Laurence desatendido. Todos los criados habían sufrido sus agobiantes y recelosas inspecciones durante semanas y había ofrecido sugerencias meditadas para salvaguardar a Laurence, tales como dise?ar una agenda que significaría estar vigilado por una escolta de cinco hombres a todas horas, o dibujar en su mesa de arena una propuesta de armadura que no habría desentonado en un campo de batalla de las Cruzadas.
—No, puedes descansar tranquilo. Me temo que ya tengo bastante que hacer con ponerme presentable —respondió Laurence—. Por favor, preséntale mis respetos. ?Vas a estar allí mucho tiempo? Esta noche no podemos llegar tarde. Es una fiesta en nuestro honor.
—No, voy a volver muy pronto —aseguró Temerario, y fiel a su palabra regresó en menos de una hora. La gorguera le temblaba de emoción apenas reprimida y traía agarrado con sumo cuidado un bulto largo y estrecho.
Laurence salió al patio al oír que le llamaba y Temerario empujó el paquete hacia él con cierta timidez. Laurence se quedó tan sorprendido que al principio se limitó a quedarse mirando; después quitó poco a poco el envoltorio de seda y abrió la caja lacada: un exquisito sable de empu?adura pulida descansaba junto a su vaina en una almohadilla de seda amarilla. Lo sacó de allí y comprobó que estaba bien equilibrado: ancho en la base, tenía filo en ambos bordes de la punta curvada. La superficie parecía gotear como el buen acero de Damasco y tenía dos canales tallados a lo largo del borde posterior para aligerar el peso de la hoja.
La empu?adura estaba envuelta en piel de raya negra, la guarnición de hierro dorado tenía cuentas de oro y perlas diminutas, y en la base de la hoja había una virola en forma de cabeza de dragón con dos zafiros peque?os a modo de ojos. La propia vaina, de madera lacada en negro, estaba ornamentada con anchas bandas de hierro ba?ado en oro y rodeada por sólidos cordones de seda. Laurence se quitó del cinturón su humilde aunque servicial alfanje y se ci?ó el nuevo.
—?Te queda bien? —preguntó Temerario, nervioso.
—Muy bien, de verdad —dijo Laurence, desenvainando la hoja para practicar; la longitud del arma se acomodaba de forma admirable a su altura—. Amigo mío, no tengo palabras, pero, ?cómo lo has conseguido?
—Bueno, no ha sido sólo cosa mía —dijo Temerario—. La semana pasada Qian alabó mi peto y le dije que me lo habías dado tú; en ese momento se me ocurrió que a mí también me apetecía regalarte algo. Ella me respondió que es habitual que el padre y la madre hagan un regalo cuando un dragón elige un compa?ero, así que me dijo que podía elegir entre sus cosas una para ti, y me pareció que ésta era la más bonita —movió la cabeza a un lado y otro, inspeccionando a Laurence con profunda satisfacción.
—Debes de tener toda la razón. No se me ocurriría nada mejor —dijo Laurence, tratando de dominarse. Se sentía absurdamente feliz y absurdamente reconfortado, y al entrar de nuevo para terminar de vestirse no pudo evitar detenerse ante el espejo para admirar la espada.