Hammond y Staunton habían adoptado ambos las túnicas de erudito chino. El resto de los oficiales llevaba pantalones, casacas verde botella y botas de cuero tan limpias que relucían. Habían lavado y planchado los pa?uelos de cuello, e incluso Roland y Dyer estaban perfectamente aseados: los habían hecho sentarse y los habían aleccionado para que no se movieran en el momento en que estuvieran ba?ados y vestidos. A Riley se le veía no menos elegante con su casaca azul de la Marina, calzones hasta la rodilla y chinelas, y los cuatro infantes de marina que había traído de la nave, uniformados con sus casacas de color rojo langosta, cerraban con estilo la comitiva que abandonó la residencia.
Habían levantado un curioso escenario en el centro de la plaza donde iba a tener lugar la representación: peque?o, pero pintado y recubierto en pan de oro con un gusto maravilloso, y con tres niveles diferentes. Qian presidía en el centro del extremo norte del patio, con el príncipe Mianning y Chuan a su izquierda y un sitio reservado a su derecha para Temerario y el grupo de ingleses. Además de los Celestiales también se hallaban presentes varios Imperiales, incluida Mei, que estaba sentada un poco más lejos; se la veía muy elegante con sus jaeces de oro incrustado con jade pulimentado y les saludó desde su sitio inclinando la cabeza cuando Laurence y Temerario ocuparon sus asientos. Lien, la dragona blanca, también estaba allí; se había sentado con Yongxing a su lado, un poco apartada del resto de los invitados. Su color albino volvía a resultar chocante por contraste con los tonos oscuros de los Imperiales y Celestiales que la rodeaban, y hoy había adornado su gorguera orgullosamente enhiesta con una red de fina malla de oro y tenía un gran rubí colgando sobre la frente.
—Eh, allí está Miankai —le dijo Roland a Dyer en voz baja, y saludó con la mano al otro lado de la plaza, a un chico que estaba sentado al lado de Mianning.
El muchacho vestía una ropa parecida a la del príncipe heredero, del mismo tono amarillo oscuro, y llevaba un refinado sombrero. Su postura era rígida y solemne. Al ver el gesto de Roland levantó la mano para responder, pero a mitad de camino se apresuró a bajarla y miró a un lado de la mesa, como si quisiera comprobar si Yongxing había reparado en su gesto; cuando vio que no había llamado la atención del adulto, se retrepó en el asiento, aliviado.
—?Cómo demonios conocéis al príncipe Miankai? ?Es que alguna vez ha venido a la residencia del príncipe heredero? —preguntó Hammond. A Laurence también le habría gustado saberlo, ya que siguiendo instrucciones suyas los mensajeros no tenían permiso para salir solos de sus alojamientos, de modo que no deberían haber tenido ocasión de conocer a nadie más, aunque fuera otro crío.
Roland levantó la mirada hacia Laurence, sorprendida.
—Fue usted quien nos presentó, en la isla.
Laurence volvió a mirar con más atención. Podía tratarse del chico que les había visitado acompa?ando a Yongxing, pero era casi imposible asegurarlo. Parecía completamente diferente embutido en aquel traje de ceremonia.
—?El príncipe Miankai? —dijo Hammond—. ?El chico que trajo Yongxing era el príncipe Miankai?
Tal vez dijo algo más; ciertamente, sus labios se movieron, pero fue imposible oírlo por culpa del súbito redoble de los tambores. Era evidente que estaban escondidos en algún lugar dentro del escenario, pero no sonaban en absoluto amortiguados y podían equipararse al volumen de una andanada media, tal vez veinticuatro ca?ones, a corta distancia.
La representación fue desconcertante, como era de esperar, ya que se llevó a cabo enteramente en chino, pero el movimiento del decorado y los participantes era ingenioso. Había figuras que subían y bajaban entre los tres diferentes niveles, flores que florecían, nubes que pasaban flotando, y un sol y una luna que salían y volvían a ponerse; todo ello aderezado con complicadas danzas y simulaciones de esgrima. Laurence estaba fascinado por el espectáculo, aunque el ruido era casi inimaginable y pasado un rato le empezó a doler la cabeza. Se preguntó si tan siquiera los chinos podían entender las palabras que se pronunciaban en medio de aquella batahola de tambores, instrumentos discordantes y, a ratos, petardos que estallaban.
No pudo recurrir a Hammond ni a Staunton para que le explicaran nada. Ambos estuvieron tratando de mantener una conversación por gestos durante toda la representación, sin prestar ninguna atención a lo que ocurría en el escenario. Hammond había traído unos gemelos, pero Staunton y él sólo los usaban para mirar al otro lado del patio y observar a Yongxing, y los chorros de humo y fuego que formaban parte del extraordinario final del primer acto únicamente provocaron en ellos exclamaciones de enojo por taparles la vista.
Hubo un breve intermedio en la representación mientras preparaban el escenario para el segundo acto, y Hammond y Staunton aprovecharon esos momentos para conversar.
—Laurence —dijo Hammond—, tengo que pedirle perdón. Tenía usted toda la razón. Es evidente que Yongxing pretendía sustituirle por el chico como compa?ero de Temerario. Ahora por fin entiendo el porqué: seguramente su intención era arreglárselas de alguna forma para sentar a ese crío en el trono y ponerse él mismo de regente.
—?Es que el emperador está enfermo, o es un hombre anciano? —preguntó Laurence, confundido.
—No —respondió Staunton en tono elocuente—. No, en absoluto.
Laurence los miró de hito en hito.