—Gracias —consiguió articular—. Por favor, agradézcale a Su Alteza su hospitalidad y transmítale nuestra más sincera gratitud. Le ruego que disculpe cualquier error en nuestra forma de dirigirnos a él.
El príncipe asintió y los despidió con un gesto de la mano. Sun Kai los guió de vuelta al balcón y a sus habitaciones, y se quedó vigilándolos hasta que se desplomaron sobre las duras plataformas de madera de las camas: tal vez no se fiaba de ellos, creyendo que podían levantarse de un salto y salir a vagabundear de nuevo. Laurence casi se rió ante lo improbable que era aquello y se quedó dormido a mitad del pensamiento.
—?Laurence! ?Laurence! —le llamó Temerario, muy nervioso. él abrió los ojos y vio la cabeza del dragón asomada a través de las puertas del balcón y recortándose sobre un cielo que empezaba a oscurecer—. Laurence, ?estás herido?
—?Ay! —Hammond se había despertado y se había caído del lecho sobresaltado al encontrarse de narices con el hocico de Temerario—. Santo Dios —dijo, al tiempo que se levantaba entre dolores y se sentaba en la cama—. Me siento como un viejo de ochenta a?os con gota en las dos piernas.
Laurence se incorporó con no menos esfuerzo. Se le habían agarrotado todos los músculos del cuerpo durante el sue?o.
—No, estoy muy bien —dijo, y estiró agradecido una mano para tocar el hocico de Temerario y tranquilizarse con su sólida presencia—. ?Es que has estado enfermo?
No quería que sonara como una acusación, pero le resultaba difícil imaginar otra excusa para la aparente deserción de Temerario, y tal vez sus sentimientos se dejaron traslucir en su tono. El dragón dejó bajar la gorguera.
—No —contestó con voz compungida—. No, no estoy enfermo.
No facilitó ninguna información más, y Laurence no le presionó, consciente de la presencia de Hammond. La conducta avergonzada del dragón no presagiaba una explicación demasiado buena para su ausencia, y por poco que le agradase la perspectiva de enfrentarse a él, aún le gustaba menos hacerlo delante de Hammond. Temerario retiró la cabeza para que pudieran salir al jardín. Esta vez no hubo saltos acrobáticos. Laurence hizo palanca para bajarse de la cama y después sorteó la barandilla del balcón despacio y con cuidado. Hammond, que le siguió, fue casi incapaz de levantar el pie para pasar la balaustrada, aunque ésta tenía poco más de medio metro de alto.
El príncipe se había ido, pero el dragón, al que Temerario les presentó como Lung Tien Chuan, aún estaba allí. Les saludó inclinando la cabeza cortésmente, aunque sin demasiado interés, y después siguió trabajando en una gran artesa de arena mojada en la que se dedicaba a grabar símbolos con una garra. Estaba escribiendo poesía, les explicó Temerario.
Tras hacerle una reverencia a Chuan, Hammond se dejó caer en un taburete entre gru?idos, mascullando palabrotas que cuadraban mejor con los marineros, de quienes seguramente había oído por primera vez semejantes dicterios. No se trataba de una actuación muy elegante, pero Laurence estaba dispuesto a perdonarle eso y mucho más después de cómo se había comportado el día anterior. No habría esperado nunca que Hammond, un novato desentrenado que estaba en desacuerdo con toda la empresa, hiciera tanto.
—Si me permite el descaro, se?or, le recomiendo que se dé una vuelta por el jardín en vez de sentarse —dijo Laurence—. He comprobado muchas veces que eso funciona.
—Supongo que es lo mejor —masculló Hammond.
Respiró hondo unas cuantas veces, se puso en pie aceptando la mano que le tendía Laurence y comenzó a caminar, muy despacio al principio, pero era un hombre joven y ya andaba con más facilidad cuando estaban a mitad del recorrido. Aliviada la peor parte de su dolor, la curiosidad de Hammond revivió y, mientras paseaban por el jardín, se dedicó a estudiar a los dos dragones con atención, refrenando el paso cuando volvió la mirada por primera vez del uno al otro y viceversa. El patio era más largo que ancho. En los extremos había bambúes altos y unos cuantos pinos más peque?os; el centro quedaba prácticamente despejado, de modo que los dos dragones estaban tendidos uno frente al otro, cara a cara, lo que hacía más fácil compararlos.
En verdad eran como dos gotas de agua, salvo por sus joyas. Chuan llevaba una red de oro salpicada de perlas que caía desde su gorguera y cubría toda la longitud de su cuello; era espléndida, pero debía de ser un estorbo para cualquier actividad violenta. Además, Temerario tenía cicatrices de guerra —estaba aquel bulto redondo en las escamas del pecho que ya tenía varios meses, donde le había alcanzado la bala con púas, y también ara?azos menores de otras batallas— mientras que Chuan no, pero resultaban difíciles de ver, y aparte de esto la única diferencia era cierta cualidad indefinible en su postura y en su expresión que Laurence no habría podido describir de forma adecuada para explicárselo a otra persona.