Esta vez los chinos tampoco se lanzaron inmediatamente contra la puerta, sabiendo que les esperaba otra andanada. Laurence retrocedió un poco al interior del pabellón y trató de atisbar algo fuera y ver si conseguía distinguir algo más allá del frente, pero las antorchas le deslumbraban. Tras la primera fila de rostros brillantes que miraban con determinación hacia la entrada, enfervorizados por el ardor del combate, no había más que una oscuridad impenetrable. El tiempo parecía alargarse. Echaba de menos el reloj de arena del barco y la cuenta constante de la campana. Seguramente ya debía de haber pasado una hora, o dos. Temerario llegaría pronto.
Un repentino clamor se alzó en el exterior y de nuevo se les oyó batir palmas para infundirse ánimos antes del próximo ataque. Su mano fue sin pensar a la empu?adura del alfanje, mientras los fusiles rugían.
—?Por Inglaterra y por el rey! —gritó Granby, y condujo a su grupo a la liza.
Pero los hombres de la entrada se apartaron a ambos lados, y Granby y sus compa?eros se quedaron en medio de la abertura en una posición comprometida. Laurence se preguntó si al fin y al cabo no tendrían artillería. Pero en lugar de eso, de repente un hombre vino corriendo hacia ellos por el pasillo recién abierto, solo, como si pretendiera arrojarse sobre sus espadas. Se quedaron quietos, esperando. Cuando estaba a tres pasos de distancia saltó en el aire, de alguna manera rebotó de lado contra una columna, voló literalmente sobre sus cabezas, se giró en pleno salto y cayó al suelo de piedra dando una voltereta limpia.
Laurence no había visto jamás ninguna acrobacia que desafiara a la gravedad como aquella maniobra: más de tres metros en el aire y de nuevo abajo sin más impulso que el de sus piernas. El hombre se incorporó de un brinco, sin un rasgu?o, y ahora estaba a la espalda de Granby mientras la oleada principal de atacantes cargaba de nuevo contra la entrada.
—?Therrows, Willoughby! —ordenó Laurence a los hombres de su grupo, pero no hacía falta, ya corrían para detener a aquel hombre.
El chino no tenía armas, pero su agilidad era increíble: saltaba para esquivar sus espadas de tal manera que parecía que estaban participando en una obra de teatro más que intentando matarle. Desde su distancia, un poco más alejada, Laurence podía ver que los estaba haciendo retroceder poco a poco hacia Granby y los otros, donde sus espadas sólo podían suponer un peligro para sus propios camaradas.
Laurence le dio una palmada a su pistola y la sacó de la vaina. Sus manos seguían aquella secuencia tantas veces practicada a pesar de la oscuridad y la fogosidad del combate. En su cabeza oía cantar el mismo ejercicio con los ca?ones, tan parecido. Metió la baqueta con un trapo por la boca del arma, dos veces, después tiró del percutor hasta dejarlo en el seguro y buscó a tientas el cartucho de papel en la bolsa que llevaba a la cadera.
De repente, Therrows soltó un alarido y cayó agarrándose la rodilla. Willoughby volvió la cabeza para mirar; tenía la espada en posición defensiva, a la altura del pecho, pero en ese único momento de descuido el chino volvió a saltar a una altura imposible y le golpeó en la mandíbula con los dos pies. Su cuello se dobló con un chasquido siniestro, y él mismo se levantó un par de dedos en el aire con los brazos abiertos y después se desplomó como un fardo, con la cabeza colgando inerte. El chino cayó al suelo tras su salto, aterrizó sobre un hombro, se levantó rodando hacia atrás con agilidad y se encaró a Laurence. Detrás de él se oía la voz de Riggs:
—?Preparados! ?Más rápido, maldita sea! ?Preparados!
Las manos de Laurence seguían trabajando. Rasgó el cartucho de pólvora negra con los dientes, y unos cuantos granos amargos y ásperos como arena le cayeron en la lengua. Vertió la pólvora por la boca del ca?ón, después introdujo la bola de plomo redonda y el papel de relleno y lo apretó todo con fuerza. Sin tiempo para comprobar el cebador, levantó el arma y le voló los sesos a aquel tipo cuando casi estaba al alcance de su brazo.
Laurence y Granby arrastraron a Therrows y le llevaron con Keynes, mientras los chinos retrocedían para huir de la andanada. El aviador sollozaba quedamente, mientras su pierna colgaba inútil.
—Lo siento, se?or —no hacía más que decir, atragantándose.
—Por el amor de Dios, ya basta de lloriqueos —dijo Keynes en tono áspero cuando tendieron a Therrows delante de él, y le dio una bofetada en la cara sin ninguna compasión. El joven tragó saliva, pero dejó de llorar y se limpió el rostro con el brazo—. La rótula está rota —dijo Keynes pasado un momento—. Una fractura bastante limpia, pero no podrá andar con ella en un mes.
—Cuando le entablillen vaya con Riggs y ayúdeles a recargar —le ordenó Laurence a Therrows, y después él y Granby corrieron de vuelta a la puerta.
—Vamos a descansar por turnos —dijo Laurence, arrodillándose junto a los otros—. Hammond, usted primero. Vaya a decirle a Riggs que deje un fusil de reserva cargado en todo momento, por si vuelven a mandarnos a otro tipo como ése.
Hammond estaba intentando recuperar el resuello y tenía puntos rojos en las mejillas, pero asintió y dijo con voz gutural:
—Deme sus pistolas. Yo se las cargaré.
Blythe, que estaba bebiendo del jarrón, se atragantó de golpe, escupió un chorro y gritó ??Dios bendito!?, haciendo que todos dieran un salto. Laurence miró como loco a su alrededor: una carpa de color naranja y dos dedos de largo coleteaba sobre las piedras en un charco de agua.